Diciembre prácticamente ya llego, pero las campanas de Navidad se mantienen silentes en la Venezuela fusilada de sus encantos latinos. Solo se escucha la queja por la escasez, más  el llanto de quien lleva las riendas de un hogar  por no poderle darle las tres comidas a su prole y sus ascendientes. 4 millones y medio de venezolanos sólo come una vez al día y únicamente el 80 por ciento  puede comer dos veces al día. La tercera  es un lujo para la gran mayoría de la población. Y las meriendas un imposible de realizar. El hambre es una constante hoy en la población venezolana. Un hambre que les está matando y no le garantiza a ese 15 por ciento  de niños que viven en pobreza crítica salir de esa prisión inhumana.  Para ellos no hay esperanzas de tener un desarrollo motor y cognitivo adecuado. Las estadísticas de Caritas apuntan que hay 280 mil niños desnutridos en este país.

La muerte acecha a Venezuela, porque  su generación de relevo no tiene garantía de vida. El  48 por ciento de los niños menores de cinco años padecen de desnutrición o corren el riesgo de sufrirla,  porque no tienen acceso a comer de forma balanceada por los altos precios de las alimentos, los cuales fluctúan diariamente por la hiperinflación presente en la economía y que amenaza con empobrecer a los 30 millones de venezolanos que habitan en  esta nación, donde en otrora una familia compuesta por cinco miembros podía comer tres veces al día y le alcanzaba el sueldo o salario para cubrir sus necesidades básicas.

Ni las caraotas negras, el queso y la harina de maíz para hacer las tradicionales arepas puede consumir el venezolano, mucho menos la carne, el pollo, el pescado y la leche. Al igual que los primeros, sus precios son inaccesibles tanto para quienes ganan salario mínimo, como para aquellos que devengan dos o tres veces más que ese salario, pues el costo de la canasta básica sobrepasa los 6 millones de bolívares,  lo cual significa que sólo quienes tienen acceso al poder y a las remesas en dólares o aquellos que hoy tienen en su haber  los 300 millones de dólares que se desviaron del erario público son los únicos que  tienen acceso a comer bien y suplir sus necesidades de estudio, vivienda, servicios públicos de calidad, recreación, salud. Nadie más puede comprar los productos alimenticios importados ofertados en los distintos supermercados con precios dolarizados, porque un salario mínimo ni el total de los  tickets de alimentación  alcanzan para comprar alimentos, pues la inflación y la especulación devoran cualquier salario.

Ni siquiera los alimentos contentivos en las cajas del CLAP pueden comprarlos los más pobres y quienes en la actualidad luchan en contra de su desnutrición, su bajo peso o su descolorida piel. Lo que con el sudor de su frente ganan cada quince días solo sirve para preparar un bocado que no todos los miembros de la  familia disfrutan. Únicamente los más vulnerables tienen esa opción hasta que se agoten las provisiones alimentarias, mientras los demás se resignan con tomar agua o aspirar el olor de los alimentos que preparan. Y así, el hambre es una constante en 20  por ciento de la población venezolana, la cual juntamente con la tierra que les vio nacer se están muriendo de mengua,  mientras quienes conforman la élite gubernamental sigue usufructuando los recursos económicos que manejan desde el poder para lograr su  empoderamiento político y consolidar el Socialismo del Siglo XXI.

En Venezuela ya no se respira vida ni esperanza. El hambre, la desnutrición y el desasosiego cotidiano es la cruel realidad que amenaza cada amanecer tanto al pobre, como al menos pobre. La revolución se encargó de enterrar el vigor y la existencia del porvenir. Ni siquiera el aire decembrino ha dado vitalidad al venezolano. Al contrario, el saber que la hallaca ni el pan de jamón, el pernil o el pollo horneado ya no estarán en sus mesas para celebrar la navidad les agobia y llena de penumbras su horizonte, ya tan marchito por el trajinar diario en la búsqueda incesante de los alimentos y medicamentos que ya no existen o que ya no se pueden comprar por sus precios tan elevados y que muestran que ese bolívar fuerte de la reconversión monetaria vale menos que el papel con que se fabrica. Una  moneda que deshora a El Libertador por su desvalor y por su escasez en cualesquiera de su presentación del cono monetario.  Su capacidad de compra es poca,  pese a que es la moneda representativa  de un país productor y exportador de petróleo, tan igual que Dubái y Arabia, pero tan distintos en la alta calidad de vida que gozan sus pobladores .

La Venezuela del compartir con el hermano un bocado de pan o con el vecino una taza con café se esfumó entre el miedo de salir a la calle y ser asaltado y frente al  estrés diario producido por el apuro de conformar una cola para obtener un producto regulado, así como con  el quebrantamiento físico, mental y espiritual originado al notar que la calidad de tu vida y la de los tuyos  merma cada vez más y no para de descender hacia el foso de los miserables desde que los revolucionarios  inventaron transformar el Estado en Comunista.

Es un desconsuelo y un infierno confrontar la realidad del hambre, la enfermedad, la pobreza,  los monederos vacíos y demás calamidades impulsadas desde un gobierno que desde hace rato perdió la brújula para gobernar y lleva al país a la deriva con el único propósito de que sus moradores se conviertan en náufragos y hundan para siempre sus planes progresistas y le sigan en su proyecto político adjudicatario del pensamiento único, la economía comunal y el totalitarismo.

La longevidad esta negada a las nuevas generaciones de venezolanos. De no frenarse la inflación, no sólo los niños sufrirán de desnutrición. También ese destino le alcanzará a los jóvenes y ancianos, si antes no le arrebata la vida la delincuencia y los malhechores. Venezuela se está muriendo, porque su gente igualmente lo está haciendo. Ya no alcanza el dinero que se gana para comprar el pan, menos huevos y arroz. Las frutas u hortalizas no paran de subir sus precios, mientras el plátano y la yuca, en la mesa comienzan a escasear, como la pasta y el puré de papas. El hambre borró la sonrisa del venezolano, mientras el cansancio y el sueño lo encarcelan en un desgano  por la anemia que le roba sus fuerzas y la falta de electrolitos que le mantiene inerte.

La democracia también se acaba. No sólo el bolívar se encuentra ausente. La libertad de expresión ya no puede ni siquiera hablar. Está controlada desde cuatro paredes y quien se exprese de más le ponen los ganchos o le quitan el dial y la señal. La Ley Contra el Odio al parecer solo regirá el verbo locuaz del opositor, mientras que el de los revolucionarios lo amparará, aunque sus labios únicamente pronuncien descalificativos que prostituyen la vida del adversario, manchan su hoja de vida o desdibujan su pensamiento progresista, democrático y libertario. Un panorama desolador que demuestra que la muerte acecha a Venezuela.

 




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