La recepción que le brindó el gobierno de EEUU a Juan Guaidó fue mucho más allá de los juegos florales: invitación VIP al discurso del State of the Union, con saludo de Donald Trump y ovación bipartidista; hospedaje en la mansión reservada para visitantes ilustres; recibimiento en la Casa Blanca con honores de jefe de Estado y reunión privada con POTUS; encuentros con personajes de muy alto vuelo, como Luis Almagro, Mike Pompeo y Nancy Pelosi. En fin, una secuencia de homenajes y reconocimientos que, además de su simbolismo, constituyen una apuesta política a favor de la restauración democrática en Venezuela. Es decir, que parte del capital político de corrientes tan disímiles como el republicanismo de Trump y los demócratas de Pelosi se está empleando en sacar a la dictadura chavista de su trinchera. Y es ingenuo pensar que una inversión tan visible no tenga un “modelo de negocios” por detrás. Una estrategia para que los beneficios compensen el riesgo, se traduzcan en votos a favor –es año electoral en el norte- y se genere un retorno aceptable. Aún con el temperamento impredecible del actual presidente norteamericano, cuesta creer que no haya un plan –conversado con los líderes que recibieron a Guaidó en Europa y Canadá- con acciones concretas para moverle el piso al chavismo.

Queda por conocer lo que significaría moverle el piso al chavismo, y aquí los escenarios son muy variados. Desde irse por el camino cómodo y aceptar otra vez el cuento del gallo pelón, con el apoyo a las elecciones parlamentarias que proponen el régimen y los diputados de nómina, hasta la intervención militar. Los dos extremos son altamente improbables, así que habrá que pensar en una combinación de amenazas creíbles de uso de fuerza con más sanciones y gente en las calles. Al final, el objetivo debería ser que la dictadura sienta una bota en el cuello y salga del poder con un mínimo de violencia, aunque sea mucho más fácil decirlo que hacerlo. Si se agregan los apoyos que tienen los rojos -terroristas, narcos, rusos, iraníes- que también juegan y no tienen escrúpulos, la complejidad se multiplica, pero eso es lo que hay: las democracias más notables y poderosas del mundo, junto a 25 millones de civiles desarmados, contra una banda que, por vainas de la historia, terminó adueñándose de un país.

Al momento de escribir este artículo no hay noticias sobre una eventual continuación de la gira, por lo que se acerca el regreso de Guaidó a Venezuela. Se espera que el régimen le permita el ingreso y se abstenga de cometer alguna torpeza notoria; mucho menos que se atreva a detenerlo. El viajero ingresará a su país, como ya hizo una vez, y los rojos seguirán su cotidianidad: reprimir, acosar –o sobornar- opositores, engordar sus negocios y preparar trampas electorales.

Habría que ser muy mezquino para restarle méritos a un viaje en el que el who is who de las democracias occidentales (con excepciones lamentables como la de Pedro Sánchez en España, rehén de los beneficiarios del chavismo), en un cara a cara con el representante de millones de dolientes, discutió y conoció detalles sobre la caótica y delincuencial realidad venezolana; de hecho, cada reunión con el presidente interino significó una inversión de capital político para sus interlocutores. Pero pasada la euforia y terminada la noche de San Juan viene la realidad. Lo operativo. El diablo en los detalles. La estrategia. La inteligencia y la creatividad para contagiar un poco de optimismo a gente escéptica que pasa hambre y necesidades. A Guaidó y a sus aliados –internos y externos- le tocará tomar la iniciativa, con mucha incertidumbre sobre las espaldas. No queda de otra.




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