En Venezuela se instala una “nueva" normalidad. Un sistema perverso donde manda el chavismo y se abusa de los ciudadanos por cualquier capricho de la sargentada, como la reciente detención del director de seguridad del Hatillo o la agresión a la abogada Eva Leal por esa banda vestida de verde oliva que es la GNB. Un sistema donde el atropello a los ciudadanos es parte de lo cotidiano, desde el simple cobro de vacuna hasta la agresión física, la cárcel con tortura o la eliminación: la vaporización, que decía Orwell en su 1984. La normalidad venezolana no ofrece servicios públicos ni comida ni atención médica ni libertades; es una situación de facto que puede llamarse de todo menos normal, pero tiene tanto tiempo asentada en el país que cada vez menos gente recuerda lo que significa vivir en lugar de sobrevivir.
Mientras el mundo civilizado se va adaptando a la nueva normalidad de la era post Covid19, con su distancia social, sus mascarillas y sus sitios públicos marcados, la gran mayoría de los habitantes de esta ribera del Arauca se acostumbra a las carencias y a las arbitrariedades. Se habitúa a escuchar las mentiras y las historias inverosímiles que cuentan los que usurpan el poder. A contemplar con impotencia cómo se destruyen y saquean las universidades públicas. A sufrir el ¡va preso! de cualquier bárbaro con autoridad y malas pulgas. A programarse para pasar los días sin cubrir sus necesidades elementales.
La nueva normalidad venezolana no tiene nada que ver con las precauciones y las restricciones que tratan de evitar el contagio del coronavirus. De hecho, la pandemia se está aprovechando para incrementar el control sobre la gente y consolidar un estado de emergencia que se empezó a vivir hace 2 décadas. Porque la "nueva" emergencia decretada por el régimen –como todas las anteriores- no tiene el propósito de salvar a nadie, pues solo pretende darle más vueltas de tuerca a los nuevos dueños de la extinta república de 1 millón de kilómetros cuadrados que queda en el norte de la América del Sur. Un trozo del planeta que comparten los patrones locales con cubanos, rusos, chinos, iraníes, terroristas y narcos, y que va camino a convertirse –si no lo es ya- en el campo concentración más grande del mundo.
El grave peligro de la situación de Venezuela es precisamente que termine de convertirse en normalidad, tanto a los ojos del mundo como –sobre todo- a la vista de sus propios habitantes. Más del 40% de los venezolanos tiene menos de 25 años; o sea, que casi la mitad del país no conoce otro sistema de gobierno que el chavismo. No ha visto en su país lo que es la democracia, el respeto por las leyes y las libertades, ni la prosperidad sostenible ni las autoridades como modelo de ciudadanía; en fin, no ha visto en su país lo que debería ser la normalidad civilizada de una nación occidental, por darle un nombre. Y esto conduce a que mucha gente, ante la barbarie, la necesidad y el blitzkrieg informativo de la dictadura, pueda llegar a pensar, si es que ya no lo piensa, que lo que ocurre en Venezuela es normal. Que no hay otra forma de subsistir sino esperar a ver si llega el agua y la luz, y si no pues no me baño y después me acerco a ver si compro algo para una sopita, a pie porque no puedo pagar la gasolina, y cuando me cruce con la GN tengo que mirar a otra parte no vaya a ser que el sargento esté de malas y de ahí me regreso a la casa sin agua y sin luz y los muchachos sin escuela porque los malandros la saquearon y ya Dios proveerá.
Venezuela es un estado fallido, y los que mandan tienen 3 objetivos inamovibles y relacionados entre sí: mantenerse en el poder, disfrutar de sus privilegios y tener a la gente en modo supervivencia, resignada y conforme; convencida de que su vida es parte de la normalidad. Ya van 20 años en eso.