En días recientes, el director de la División de las Américas de la ONG Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, cuestionó en twitter al parlamento costarricense por oponerse a una reforma de la ley de educación que aspiraba a que en las escuelas se “procurara el estudio de la declaración universal de derechos humanos de las Naciones Unidas, sus principios y alcances”.

En varias respuestas a la crítica de Vivanco se dijo que aunque el tema de los DDHH se enseña desde hace tiempo en las escuelas de Costa Rica, con la iniciativa rechazada se pretendía profundizar la enseñanza hasta un nivel más conceptual y con mayor alcance. Polémica y leguleyismo aparte (varios diputados objetaron las críticas con tecnicismos y pasos laterales), el tema puede ser una anécdota más en el país de mayor tradición democrática en América Latina, pero esta incidencia viene a cuento por todo lo que se discute y se publica sobre la reconstrucción de Venezuela cuando la dictadura se vaya.

Con la palabra reconstrucción, lo primero que viene a la mente son hierros, concreto, tubos, cables y todo lo que puede contener una obra de infraestructura, una refinería de petróleo o una planta de electricidad. Reconstruir el país se asocia por default con recursos financieros para poner máquinas, materiales y gente a revertir el desmadre del chavismo y levantar una torre de destilación donde hoy solo existe un cascarón arrumado por la inutilidad y la corrupción de los últimos 20 años.

Pero reconstruir es mucho más que hacer cosas y reparar daños materiales. La primera y más importante reconstrucción que debe hacerse, sin pausa y con prisa, es la reconstrucción de las creencias y valores de un pueblo que alguna vez apoyó a la democracia (no sabemos si entendiéndola del todo) pero que se metió con sus propios pies y manos, sin que nadie lo empujara, por un callejón llamado chavismo que lo dejó en la miseria.

Un sistema complejo y abierto como la democracia no puede existir sin que la gente comparta un conjunto de valores que le asigne un peso fundamental a la tolerancia, la cooperación, la negociación y el compromiso, la disposición al cambio, el manejo constructivo de los conflictos, el pluralismo y la responsabilidad individual y ciudadana.

Un sistema de valores que, al mismo tiempo, le fije límites muy claros a la arbitrariedad, el radicalismo, la motivación de poder y la intolerancia. Las creencias que llevaron a Chávez al poder –compartidas por el 60% de los votantes en 1998 y por el 80% de la población en varias oportunidades- fueron el culto a la personalidad, el gusto por el mando único y los caudillos, y la ilusión de un mundo perfecto para mañana en la tarde.

Como en cualquier otro sistema de gobierno, los atributos en los cuales se fundamenta la democracia se correlacionan con los valores colectivos y, a un nivel más profundo, con creencias básicas que la gente adquiere muy temprano en la vida.

En Venezuela, los rasgos sociales dominantes no han sido precisamente favorables a la consolidación de un régimen de libertades, sino todo lo contrario. Habría que preguntarse si los venezolanos están conscientes, por ejemplo, de que un presidente no es un monarca, un funcionario público es un servidor, las atribuciones de los gobernantes tienen muchos límites y balances, la libertad de expresión es sagrada y las minorías tienen derechos que las mayorías están obligadas a respetar.

Revisando la historia reciente, se podría afirmar que en la familia, en la escuela y en la vida de todos los días queda mucho por hacer para que la sociedad aprenda, entienda y asuma los valores que sustenta una cultura democrática. Esa es la reconstrucción más importante y la más necesaria. La que requerirá de un esfuerzo mucho mayor y de más largo alcance que poner las cabillas y los fierros en su sitio. La única vacuna capaz de evitar que el chavismo gane las elecciones en 2029 y regrese la miseria.




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