Los venezolanos que han llegado a Colombia por el desierto guajiro suelen padecer lo insufrible. Recorren bajo el sol durante varias horas las carreteras de Venezuela en los platones de camiones o en vehículos destartalados. Sortean decenas de alcabalas de la Guardia Nacional, la Policía Técnica Judicial o del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin). Andan por polvorientas trochas llenas de arena para evadir los controles aduaneros. Llegan después de una peregrinación que les cuesta mucho dinero y esfuerzo. Y, sin embargo, cuando conquistan la tierra prometida colombiana, la realidad suele distar mucho de lo que imaginaron al comienzo.

En las calles de Maicao la situación que viven los venezolanos es crítica. Las imágenes evocan esas crueles migraciones que vive el planeta por cuenta de la guerra o el hambre. En las calles es fácil ver cómo muchos han hecho de cada esquina su refugio. Familias con niños y ancianos se agolpan en los andenes y pasan días allí sin poder bañarse, teniendo que hacer sus necesidades detrás de cualquier muro en medio de la noche, y pasando hambre. “Hemos tenido que aprender a vivir como animales”, dice uno de ellos resignado.

Los venezolanos no vivían así. Hace décadas, habitar el vecino país era casi sinónimo de abundancia. En Colombia se decía que ellos vivían como ‘ricos’ y era usual viajar a ese país para comprar mercado o para tener una salud y una educación mejor.

La calle 13 de Maicao se convirtió en la foto más triste de esa diáspora. Allí es normal encontrarlos vendiendo televisores viejos, equipos de sonido, la cristalería de la familia, sus herramientas de trabajo, los adornos de sus casas o cualquier juego de mesa. Cuando cae la noche, esos objetos –depreciados por el tiempo y el uso- se convierten en un tesoro que hay resguardar de los pillos que asaltan a esos nuevos inquilinos de la ciudad.

Lee el reportaje completo en: Semana: La travesía por el desierto de los venezolanos que llegan a Maicao




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