Con su origen colonial esta prenda que cubría todo el vestido acompañó a la mujer venezolana por mucho tiempo. Más allá de su uso con motivo religioso, el manto estaba ligado a la distinción social.

Tal y como indica en las Leyes de las Indias desde 1571 ninguna negra libre, esclava ni mulata le era permitido llevar manto con tela de seda ni otra tela fina, a menos que se casara con un español. Entonces se les permitía utilizar mantellinas que llegaran poco más abajo de la cintura, si no obedecían a esto corrían el riesgo y se le confiscaba la prenda.

El Doctor Antonio de Abreu Xavier cita en su libro que la calidad de la pureza social de las mujeres era distinguida por el manto negro para las féminas libres y blanco para las esclavas. Sin duda era un uso de la prenda con un motivo más social que religioso aun en el siglo XlX.

Asistir a la iglesia seguía siendo la actividad más divertida y las mujeres asumían grandes dosis de compromiso con las actividades religiosas, convirtiéndose en la oportunidad perfecta para lucir lo más lujosa posible ante los ojos de las otras mujeres y hermosas ante aquellas miradas de amor y complicidad.

Las criollas de Caracas se cubrían con el más fino terciopelo o seda cuidando que hiciera juego con su vestido especialmente elegido para asistir a esos eventos dominicales que la iglesia ofrecía, evidentemente las mujeres que pertenecían a la élite social de la época eran las que tenían la posibilidad de comprar estos mantos tan costosos – a veces su valor era igual al valor de una casa – y de aquí el surgimiento de la expresión Mantuanos, un circulo exclusivo al que pertenecían algunos blancos criollos de la aristocracia local.

Al acomodar el manto de cierta forma que cubriese la mayor parte del rostro – a esto le llamaban rebozo – la utilidad ya cambiaba, convirtiéndolo perfectamente en un lugar seguro para observar lo que no debía, y a su vez ocultar la identidad cuando convenía, lo que se convirtió en una estrategia maravillosa en tiempos de guerra en donde muchas mujeres se destacaron como espías.

La prenda se convirtió en un placer práctico y útil, no solamente se conseguía a las damas exhibiéndolo en iglesias, también vendedoras que trabajaban diariamente en el mercado llevaban una prenda blanca en su cabeza y encima un sombrero de paja. Según Lisboa, las compradoras llevaban su mantilla diaria “hecha de paño negro fino, orlada de una tira de satén… al mejor estilo de las mantillas españolas coloniales” como protección ante el inclemente rayo de sol.

A mitad del siglo XlX, el fiel manto se negaba a pasar de moda, viajeros que llegaban a nuestro país eran cautivados por el uso del manto a tal punto que lo describían en sus notas, como el escocés Alexander que dejó un registro de como “Las damas salían a la calle camino a la iglesia con aire modesto, los rostros inclinados al suelo, limpiamente vestidas; muchas salían sin nada en la cabeza, mostrando primero el pelo ricamente trenzado y adornado, echándose luego encima el manto negro cuando apretaba el sol” sin duda eran maniobras de coquetería femenina usando el manto como herramienta de encanto, una estrategia que no solo se veía en Venezuela y perfectamente lo describe Boussingault estando en Francia “Un movimiento gracioso, de lo mas provocativo, tapar la cara ante un posible admirador, dejando apenas una abertura para mirarlo y atraerlo”.

El manto tuvo su particular adoración cuando quien lo llevaba era una imagen santa, se convertía en una meticulosa logística desde el vestir a la virgen hasta cuales materiales se iban a utilizar, las personas con mayor capacidad económica costeaban finas telas y algunas damas ayudaban con la confección y el rico bordado, considerándolo una bendición y amparo bajo la protección del manto de la virgen.

En la cotidianidad se apreciaba a las damas vestidas con trajes sencillos, pero a la hora de una procesión era impactante verlas con sus brillantes vestidos y envueltas en su espectacular manto negro, siendo testigo el alemán Gerstäcker que pudo apreciar los preparativos de una Semana Santa en Caracas en 1868 llamándole poderosamente la atención como caminaban aquellas damas alardeando de su atuendo.

Cuando se concluían las ceremonias de un Jueves Santo se podía observar grupos de bellas damas visitando iglesias y capillas, con ojos brillantes bajo el manto y el abanico que solían llevar en constante movimiento. Estas damas entraban en un juego de coqueteo en donde la joven decidía hasta que tantos centímetros de su cuerpo mostraría ya que en algún momento el manto se desarreglaba y es aquí en donde la dama subía sus brazos para acomodarla y sin querer pero con discreción mostraba parte de su escote y el rostro ante las miradas fervientes de aquellos galanes que asistían al lugar más para contemplar que para rezar, sin duda, una gran aventura por disfrutar lo indebido en un escenario prohibido y juzgado por aquellas damas que se mantenían distantes del recato y pudor limitándose solo a observar.

 




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