Importa una buena ley que forme parte de una legalidad institucionalizada al servicio de la justicia.

Por limpia y exacta, me gusta la definición de ley que escribió Andrés Bello en el Código Civil chileno, “…es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite”. No siempre el legislador se acoge a esos precisos conceptos, su alejamiento lo paga la sociedad en normas defectuosas en el fondo, la forma o ambos.

Lamentable ejemplo de mala legislación, tanto en la intención como en la técnica legislativa, ha sido la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia de 2004, reformada parcialmente también por motivaciones de política partidista en octubre de 2010, por la Asamblea Nacional saliente, estando ya elegida la nueva en la cual el sector oficialista ya no contaba con mayoría de dos tercios.

Durante la prolongada vigencia de esa ley y su reforma, ninguno de los problemas que había en nuestra administración de justicia se ha resuelto, muchos se han agravado severamente  y otros han surgido, para conformar un cuadro de enorme desconfianza social en los tribunales y generalizada percepción de que en esa falla radica buena parte de la crisis institucional que no nos permite avanzar en la solución de la más amplia, profunda y múltiple crisis que afecta cada orden de la vida nacional.

Según los promotores, los mismos autores de aquellas piezas con tan tristes efectos, los propósitos de la reforma serían reducir el número de magistrados que ellos mismos aumentaron en 2004; nombrar los nuevos magistrados principales y suplentes, más o menos como lo han hecho antes e incrementar el número de integrantes por la sociedad civil en el comité de postulaciones judiciales. Aquí es indispensable tener presente que en la teoría y en la práctica, la idea de “sociedad civil” del grupo en el poder discrepa de la del resto de los venezolanos. Para aquel, se trata de los “movimientos sociales” que respaldan el proceso de construcción del “Estado Comunal” y el socialismo y no de las organizaciones libremente formadas por iniciativa de los ciudadanos como expresión del pluralismo social y que son intermedias entre personas y Estado, como es para usted, para mí y para todos los demás, aquí y en el mundo.

La reforma que es necesaria, como otras que hacen falta para poner “a Derecho” a la justicia en todos sus niveles, empieza mal porque está viciada de la misma unilateralidad que contaminó a las otras, porque no va al fondo y porque tiene los mismos pecados originales de apuro y escasa o nula consulta de pareceres calificados.

Como ciudadano preocupado por el presente y el futuro de mi país, ofrezco una recomendación sencilla y práctica. Empiecen por leerse en Capítulo III del Título V de la Constitución, de ésta que tanto invocan como eluden, concordado con los principios fundamentales del Título I y todo el prolijo Título III de los Derechos Humanos y Garantías y de los Deberes. Ahí están las bases, nunca perfectas pero sí razonables y suficientes para organizar un Poder Judicial respetado por respetable, confiable. Es lo que necesita el país que tan cuesta arriba lo tiene para jugar el partido de su desarrollo sin un árbitro idóneo.

De esto hay, por supuesto, mucho qué decir. Y lo iremos diciendo.




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