Avanza abril en silencio. El bullicio se marchó de la ciudad desde que se dio el alerta por la pandemia mundial. Ya hace días que el ventarrón no sacude los árboles y se va despidiendo hasta la nueva temporada seca. La calima cubre los cerros porque los alisios se marcharon sin llevarse el humo de las últimas quemas más allá del valle. Candela dura la de este año, bisiesto por cierto, doble dígito además.

La cruz del cerro sigue encendida después que pasó la primera cuarentena, cuarenta días de distanciamiento social, de confinamiento físico que muchos no soportan pero que para algunos ha servido de acercamiento íntimo con su propio ser interior. Tal es el caso de Augusto, un tipo discreto que disfruta de la lectura de libros viejos y que también le mete a la escritura, algo no muy común en estos tiempos del smart phone.

Esa mañana el joven se fue a la calle. Salió temprano caminando con el mismo tapabocas que ha usado desde que esto comenzó y que le ha servido de máscara de medio rostro para pasar inadvertido frente a los vecinos y así distanciarse de una realidad que busca evadir mientras piensa, canta en silencio y sueña despierto.

Ella lo vio salir camino a la avenida. Nunca lo había aceptado pero el chamo no le disgustaba. Tal vez era un poco ermitaño y hasta de gustos extraños, sobre todo para ella y su grupo de amigos cultores de las rumbas. Con ellos no cuadraría nunca ese gallo ilustrado, que hablaba sin groserías y leía poesía. Sí, poesía.

Una vez, hace algún tiempo, coincidieron en el arco de la pared medianera que divide las casas familiares. Después de unos minutos conversando él comenzó a hablarle de las rimas de un tal Gustavo Adolfo y hasta leyó un par de versos de un librito azul. Ese día todo terminó cuando el motor de la motocicleta la sacó del trance poético. Ella se fue de parrillera a explorar nuevos placeres en la noche citadina, confusa y tortuosa, de decibeles y humos, tragos e inhalaciones, de oscuros laberintos en los que se pierden conciencias, realidades y cuerpos desbocados.

Alicia se apresura, se calza los zapatos deportivos con los que suele escapar de casa, sale a la calle y comienza a correr para alcanzar a su vecino. Cuando el perfume de la flor se esparce el hombre no puede esconderse. Y así se encuentran estos dos jóvenes, diferentes, disímiles, varón y hembra que en la calle caliente mezclan sudores y hormonas en un encuentro, casual para él, provocado por ella. Y allí van caminando, acompasando el andar y los pensamientos, sincronizando latidos y respiraciones, sosegando ansiedades y ocultando emociones en su propia versión de la danza milenaria del cortejo.

Al bajar por el callejón llegan a la avenida y se detienen en la esquina de la gasolinera vacía. Ya hace tres años que por estas mismas fechas Augusto y otros trancaron varias veces esa intersección en protesta por las muertes que dejó la represión. Año terrible fue ese diecisiete y antes el catorce también. Cada trienio en esta época la ciudad se tranca, pero ahora es por otro motivo, inédito en las crónicas de las generaciones vivientes.

Al reanudar la marcha caminan hacia el río en el mismo centro del valle. Esa es su ciudad, la urbe que él quiere, donde gestó promesas que le valieron apoyos de unos y reproches de otros, que despertaron dudas y certezas al iniciar una causa, inspirada en ideales renovados en un abril pasado y que siguen allí como llama encendida en la hoguera de su conciencia.

Cuando regresan se detienen junto a la misma pared medianera, se miran y comprenden. Ya ésta no será un muro divisorio entre ellos, no separará la alegría de la poesía. No habrá distanciamiento social ahora ni íntimo después. El amor unió a dos en esta cuarentena, en medio del dolor y la duda, del temor y la tragedia de un mundo temeroso por la pandemia. Volvió el milagro que une a las almas, emergió para estar aquí en la cuadra, en la misma calle donde hoy los sueños escapan para dejar entrar en los corazones de quienes aman nuevas ilusiones y renovadas esperanzas.

Augusto vuelve a escribir esa noche, borra y reescribe sus líneas. Alicia lee el librito azul en la habitación y su imaginación vuela con las rimas de Gustavo Adolfo. Lo hace lentamente, sin la impaciencia que la llevó a tomar decisiones erróneas en un pasado que no quiere recordar. Hoy en cuarentena se cruzan los versos, unos inmortales que lee una joven y otros que escribe un novel poeta y que liberan de su confinamiento a sus almas enamoradas.

Lucio Herrera Gubaira.




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