En el transcurso de la semana recibí un correo electrónico de una lectora del diario, que quería ofrecer su visión sobre la edición de Mar de Letras del 16 de diciembre, en la que hablé de la adaptación de Cien años de soledad en Netflix. El mensaje en sí supuso una grata sorpresa por la consideración y el tiempo que debió suponer para su autora responder a una de mis columnas, y porque, a pesar de contener una contraargumentación a lo que expuse, está escrito desde el respeto y bajo el estricto régimen del debate de las ideas, que no deja filtrar ningún aspecto personal —de inmediato pensé: ojalá todos los venezolanos actuaran así cuando no están de acuerdo con alguien.
En resumidas cuentas, quien redactó el email cuestiona el desenvolvimiento de los personajes femeninos en la obra de Gabriel García Márquez, con particular énfasis en su texto más conocido. Agrega, con razón, que la narrativa en torno a Macondo está plagada de referencias a diversas formas de violencia sexual en contra de las mujeres, incluyendo a menores de edad, y que estos comportamientos no son en lo absoluto dignos representantes de la identidad latinoamericana.
Más adelante, en la breve correspondencia que mantuvimos, la lectora también mostró su preocupación por la lucha que ha mantenido la población femenina en todo el mundo para equiparar sus derechos con los de los hombres y reducir los atropellos que, por desgracia, han sufrido a lo largo de toda la historia. Para ella, el surgimiento de libros que enaltezcan las actitudes machistas es un fenómeno negativo que no debe proliferar bajo ningún concepto.
Independientemente de cuál sea mi postura con respecto a la literatura —que es el propósito de esta edición de Mar de Letras— considero que su argumentación no solo es razonable, sino que dichas nociones son necesarias dentro de las dinámicas sociales de la actualidad. De más está decir que estoy plenamente a favor de reducir las desigualdades mencionadas, y que me tomo la atribución de añadir el hecho de que éstas han invadido el mercado editorial, pues hasta hace poco tiempo muchas escritoras se veían en la obligación de usar pseudónimos masculinos para poder ser publicadas.
Ahora bien, creo que el debate que se abre, llegados a este punto, es interesante. Desde mi perspectiva, las estructuras y temas que eligen los autores para crear los universos de sus ficciones tienen algunas particularidades a tomar en cuenta. Sé que voy a pisar terreno fangoso, pero estoy convencido de que no siempre vale la pena juzgar a un escritor bajo el paradigma de la moralidad contemporánea.
Lo primero que hay que aclarar en este caso es que, dentro de cualquier relato, el autor y el narrador nunca son la misma persona: entre ellos dos hay una rígida barrera que los separa, y por lo tanto no se les puede mirar como un todo íntegro. De hecho, el narrador es un personaje más en la trama, con sus características de forma y fondo.
Un ejemplo claro lo encontramos en el cuento de Julio Cortázar, “Las puertas del cielo”. En él, el narrador es abiertamente clasista y aporofóbico, con descripciones crudas y ofensivas sobre individuos de "clase baja", a quienes llega a catalogar de “monstruos”. Sin embargo, difícilmente se podría creer, partiendo de este texto, que uno de los escritores latinoamericanos más queridos y amables del siglo pasado fue en realidad un nazi empedernido.
Aquí entra, entonces, la pregunta de por qué Gabo y Cortázar escogieron utilizar estas situaciones abominables —clasismo y machismo— como un recurso dentro de sus ficciones. La primera respuesta es “porque sí”; sencillamente la historia fue concebida de esa manera y eso permitió una prosa efectiva y creíble, sin que esas ideas formen parte de la cosmovisión del colombiano y del argentino. En este punto es importante recordar que, al igual que en el periodismo, los lectores siempre serán capaces de discernir entre lo bueno y lo malo sin que su diferenciación sea tan clara.
Otra posible interpretación es que la sola mención de estas realidades supone una crítica social —acá Cortázar fue más enfático—. La literatura es muchas veces un reflejo de lo que nos rodea y esos atropellos eran parte de la Latinoamérica de la segunda mitad del siglo XX. Si queremos ver lo que fuimos en un espejo, no podemos depurar aquello que nos disgusta, y a veces los libros son un registro de nuestras sociedades. Así será más fácil erradicar lo malo a largo plazo.
Finalmente, acá varias cosas son indudables: que las inquietudes de esta apreciada lectora son razonables, que en este dilema no hay respuestas correctas y que esta breve exposición que hago solo tiene la intención de ser un ínfimo aporte en este intrigante debate.
Lo que uno escribe no siempre es reflejo de lo que lleva adentro, sino que está sujeto a la pantanosa visión de la literatura que se tenga. Así lo creo.