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Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

Valentina Oropeza/ Prodavinci 

El doctor Carlos Hernández detectó el primer caso de desnutrición severa apenas entramos al patio de una casa transformada en sala de espera, el domingo 7 de noviembre de 2021. Señaló a una bebé que usaba un cintillo rojo con un lazo demasiado grande para su cabeza.

‍—Aquella niña es una kwashiorkor.

‍Las piernas y los brazos estaban hinchados. Un sarpullido se extendía por su cuerpo. El cabello era rubio y la piel pálida. Sin fuerzas para mantenerse erguida, dormitaba en el regazo de una mujer que la sostenía por el cuello para evitar que se ladeara. La boca parecía oprimida por mejillas muy abultadas.

‍La bebé corría el riesgo de morir.

La desnutrición severa se expresa de dos maneras. En la primera, el niño luce marasmático, como si la piel vistiera los huesos. La segunda opción, la menos frecuente, se denomina Kwashiorkor: el niño luce gordo, con el abdomen y las extremidades hinchadas, como la niña del cintillo rojo. La palabra es un vocablo africano que significa “niño derrocado”. Alude al hijo mayor que es desplazado por la llegada de un segundo bebé, a quien la madre destina todos sus recursos y esfuerzos para alimentarlo. En castellano se lee cua-shior-cor.

‍Aquella mañana, la doctora Elvia Badell y el doctor Carlos Hernández recorrieron 131 kilómetros (81 millas) desde Ciudad Bolívar hasta los Barrancos de Fajardo, un pueblo de calles asfaltadas y viejas casas de cemento, sembrado en las márgenes del río Orinoco, al sur del estado Monagas. Se proponían examinar a 30 niños atendidos por Ponte Poronte, un programa de recuperación nutricional financiado por la ONG venezolana Meals4Hope (Comidas para la esperanza).

‍Había transcurrido un año desde la última vez que evaluaron a los niños de Ponte Poronte. En noviembre de 2020, las madres de los Barrancos de Fajardo lograron que la alcaldía de Sotillo prestara un autobús para llegar a la clínica en Ciudad Bolívar. De los 25 niños que fueron atendidos, 20 sufrían desnutrición severa y muchas de las madres no llegaban a pesar 40 kilos (88 libras). Esta vez, los pediatras se trasladaron en sus propios vehículos, cargados con suplementos nutricionales para menores de cinco años, madres embarazadas o lactantes, y vacunas.

‍Los médicos esperaban encontrar pacientes con el síndrome del hijo de la mina, una definición que acuñaron hace cinco años en las historias médicas de la clínica que regentan en Ciudad Bolívar.

‍Se trata de niños menores de dos años dejados atrás. Las madres se marchan a trabajar a las minas de oro al sur de Venezuela, empujadas por una crisis económica que les impide subsistir. Sin acceso a leche materna, los niños quedan al cuidado de abuelos, tíos, vecinos o incluso desconocidos que no disponen de diez dólares cada tres días para comprar leche de fórmula. Por ello, el primer síntoma del síndrome del hijo de la mina es la desnutrición.

‍El operativo se convocó en casa de los Noguera, una familia que seis meses antes perdió a Emiliannis cuando faltaba un mes para que cumpliera dos años. Amaneció muerta en la cama de su madre tras sufrir un paro respiratorio. Los médicos no pudieron explicar por qué falleció, estaba gorda y rozagante, todos pensaban que se había recuperado de la desnutrición gracias al tratamiento que le suministró el doctor Hernández. Como es costumbre en el pueblo, vistieron el cuerpo con unas alas blancas brillantes para el velorio, como si fuera un ángel. Los Noguera decidieron ayudar a los médicos para evitar a otras familias el dolor que estaban viviendo.

‍La bebé del cintillo rojo se llamaba Jendriannys. Tenía un año y pesaba cinco kilos, la mitad de lo que debía para su edad según la Organización Mundial de la Salud.

‍La hinchazón indicaba que su organismo no producía albúmina, la proteína más importante de la sangre porque mantiene el agua del cuerpo dentro de los vasos sanguíneos. El cabello se volvió amarillo al perder la pigmentación por la falta de nutrientes. Se abrieron surcos en la piel para exudar el exceso de líquido. Aquellas lesiones, llamadas pelagra, evidenciaban la falta de vitamina B3 o niacina, un compuesto abundante en cereales como el maíz, el trigo o el arroz. También en la carne, la leche, los huevos o las verduras verdes. Pero Jendriannys era demasiado pequeña para comer solo alimentos sólidos. Sus síntomas tenían otra explicación: falta de leche materna.

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Jendriannys llegó al operativo con síntomas de desnutrición severa. Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

La lactancia materna es una estrategia evolutiva que permite al bebé hacer la transición desde el útero —un entorno cerrado, sano y seguro— hacia un mundo plagado por virus, bacterias, hongos y parásitos que pueden amenazar su supervivencia.

Si amamantar fuera una práctica universal podrían prevenirse anualmente 823.000 muertes en niños menores de cinco años y 20.000 fallecimientos por cáncer de mama, de acuerdo a una investigación publicada en 2016 por la revista científica The Lancet.

En la composición de la leche materna figuran moléculas ancestrales, previas a la aparición de los mamíferos, que se integran al sistema inmune del bebé a través de la lactancia. Durante más de 200 mil años, la composición de la leche humana ha mutado a partir de la simbiosis entre la madre y el bebé para cumplir un objetivo más prioritario que la nutrición misma: proteger al recién nacido de los organismos infecciosos.

Si el bebé toma pecho y permanece en contacto con la piel de la madre durante la primera hora de vida, se sembrarán conductas neuroendocrinas en la madre que alentarán una lactancia materna prolongada, explica la doctora Badell a las madres en consulta. Esta ventana de oportunidad se cierra con el paso de las horas, y pierde efectividad si es amamantado por primera vez cuatro, seis u ocho horas después del parto.

El primer instante de la existencia de un ser humano se conoce como “la hora sagrada”, el momento biológico ideal para fomentar el apego entre la madre y el bebé.

La OMS aconseja lactar durante los primeros seis meses después del parto, y luego combinar la leche materna con alimentos sólidos. Sin embargo, solo cuatro de cada diez bebés menores de seis meses reciben pecho exclusivamente en el mundo. Apenas 37% se alimenta con leche materna en países de medianos y bajos ingresos como Venezuela, explica el pediatra venezolano Huníades Urbina en el editorial de la Gaceta Médica de Caracas de septiembre de 2021, dedicada a la lactancia materna.

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La doctora Elvia Badell fomenta la lactancia materna entre las madres que llegan a su consulta. Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.
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El operativo contra la desnutrición infantil tuvo lugar el domingo 7 de noviembre de 2021. Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.
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Los pediatras miden y pesan a los niños para diagnosticar la desnutrición.
Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

El síndrome

Elvia y Carlos se graduaron de pediatras en 1993, dos años después de que los padres de Carlos fallecieran en un accidente de helicóptero. Carlos era hijo del doctor Hernández Acosta, uno de los pediatras más reconocidos de Ciudad Bolívar, 587 kilómetros (364,7 millas) al sur de Caracas, en el estado Bolívar.

Sin capital para comprar acciones en una clínica ni abrir un consultorio en Caracas, se instalaron en Ciudad Bolívar recién casados y con la primera hija en brazos, confiados en que el prestigio del doctor Hernández Acosta los ayudaría a levantar una clientela propia en aquella ciudad donde nadie los conocía.

La pareja pidió créditos bancarios para armar un laboratorio de diagnóstico y una sala de emergencia pediátrica. Poco a poco, instalaron una clínica privada en una casa de techo alto en la avenida Táchira de Ciudad Bolívar, a una cuadra del aeropuerto. La llamaron Centro de Pediatría Integral Dr. Carlos Hernández Acosta.

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Elvia Badell y Carlos Hernández abrieron la clínica pediátrica a mediados de los años noventa. Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

Durante los noventa y tempranos 2000, atendían a los hijos de los trabajadores de las empresas básicas, un complejo de industrias estatales que explotaba y procesaba el hierro, la bauxita, el oro, y los diamantes de Guayana, además de aprovechar el recurso hidroeléctrico del río Caroní. Por décadas, la producción de las industrias básicas fue la segunda fuente de ingreso para la economía venezolana después del petróleo.

A medida que entrevistaban a los padres, los pediatras llenaban el formulario del Graffar, un sistema de clasificación que les permitía conocer las condiciones socioeconómicas de la familia del niño para encontrar indicios sobre las causas de sus patologías.

Los padres más formados y con mejores sueldos obtenían menos puntos en el Graffar. Tenían mayor capacidad para ofrecer al niño dietas variadas y acceso a instalaciones sanitarias dentro de la vivienda, que minimizaban el riesgo de contraer infecciones. Las madres amamantaban a los menores de dos años y pagaban las consultas médicas a través de aseguradoras.

Por el contrario, el Graffar aumentaba entre los hijos de los mineros, los obreros de las industrias básicas y las familias pobres sin empleo. Los niños menores de dos años solían estar desnutridos porque no consumían leche materna ni de fórmula. Aconsejadas por abuelas que no dieron pecho, las madres preparaban biberones de leche completa mal diluida, crema de arroz y azúcar. Eran más baratos que la leche de fórmula y satisfacían al bebé aunque estuviese mal nutrido.

A partir de 2003, el gobierno de Hugo Chávez impuso controles de precios a los alimentos. Cuando la leche de fórmula se volvió más barata que la completa, mejoraron las medidas de peso y talla de los niños atendidos en la consulta popular de la clínica.

Sin embargo, las empresas básicas fueron desmanteladas y la producción industrializada del oro cesó tras el cierre de la compañía estatal Minerven en 2015. Un año después, el gobierno de Nicolás Maduro creó el Arco Minero, un área de explotación de casi 111.844 kilómetros cuadrados, más grande que la superficie de Cuba, donde minas de oro controladas por grupos armados se convirtieron en la mayor fuente de empleo al sur de Venezuela tras el colapso de las industrias estatales.

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Mientras se asentaba el nuevo modelo de explotación minera, la inflación venezolana conquistaba el récord de ser la más alta del mundo: 16.958,88% entre enero de 2014 y diciembre de 2017, según cifras del Banco Central. El país entró en hiperinflación, un crecimiento mensual de los precios superior al 50%. Si el billete de más alta denominación de 100 bolívares compraba 12 cartones de huevos en 2008, diez años después no compraba ni un huevo.

Los criterios del Graffar dejaron de ser útiles para clasificar a las familias que trabajan en las minas del Arco Minero. Se perdió la correlación entre el nivel educativo de los padres, su ingreso y la calidad de vida del niño. Mineros que no terminaron la escuela ofrecen pagar la consulta con pacas de efectivo o gramos de oro que Elvia y Carlos rechazan por temor a ser asaltados. Aunque los padres tengan los bolsillos llenos, si los niños viven en las minas no disponen de instalaciones sanitarias que garanticen un entorno salubre.

Desde 2017, los pediatras observan en la consulta que no sólo emigran los padres. También lo hacen las madres de niños menores de dos años para trabajar como mineras, cocineras o prostitutas en zonas tan apartadas de la Amazonía venezolana, que no pueden regresar cada día para dar pecho ni disponen de señal para comunicarse. Prometen cubrir los gastos del bebé, pero en muchos casos desaparecen o no envían oro ni dinero. Como el cuidador no puede costear la leche de fórmula, el niño desarrolla desnutrición y queda vulnerable al abuso de cualquier adulto cercano al perder su primer escudo de protección. La madre.

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Los tratamientos aplicados en el operativo fueron donados por organizaciones nacionales e internacionales. Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

Congalalá

Luisa Granado llevó a Jendriannys al operativo. No era su mamá ni su cuidadora principal, era prima del papá de la niña. Cada fin de semana pedía un aventón por la Troncal 10 para visitar a la bebé en Mata Negra, un pueblo de Monagas ubicado a 35 kilómetros (21,7 millas) del campo petrolero Morichal, un referente de prosperidad en la producción de la Faja del Orinoco, que alberga las mayores reservas probadas de crudo pesado y extrapesado del mundo.

En diciembre de 2011, el campo de Morichal generaba 169.000 barriles de crudo diariamente, 5.000 unidades por encima de la meta que se había propuesto Petróleos de Venezuela. Nueve años después, había perdido dos tercios de su producción y rondaba los 57.000 barriles por día en 2020. Este declive arrastró a los habitantes de Mata Negra y otros pueblos periféricos al desempleo y la parálisis económica.

Los abuelos paternos asumieron la crianza de Jendriannys una vez que los padres se fueron a las minas de Bolívar. La madre se marchó primero, cuando la bebé tenía dos meses de nacida. El padre la siguió, y quedaron atrás dos hermanos mayores. Como los abuelos debían trabajar aquel fin de semana, Luisa tomó la iniciativa de llevar a Jendriannys a los Barrancos de Fajardo para que los pediatras la examinaran.

Luisa conoció a la bebé cuando tenía ocho meses. Lloraba mucho y no podía dormir. Lo atribuía a que no le habían crecido las pestañas. En realidad no tenía pelo y mostraba laceraciones por todo el cuerpo. La alimentaban con crema de arroz y azúcar desde que tenía dos meses. No disponían de diez dólares cada tres días para comprar una lata de leche de fórmula. Cuando notaron que había perdido mucho peso, le dieron leche de chiva, hasta que pudieron llevarla por primera vez a la clínica pediátrica en Ciudad Bolívar y el doctor Hernández les entregó suplementos nutricionales rojos, el color que corresponde a la desnutrición severa.

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Jendriannys dejó de ser amamantada cuando tenía dos meses de nacida.Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

Jendriannys ya había superado la mitad de sus primeros mil días de vida, el período en el que se forman los tejidos y órganos del cuerpo. Durante las primeras semanas, se movía poco para que la mitad de sus calorías nutrieran al cerebro, que debía crecer 1% al día hasta los cinco meses.

Si hubiese recibido leche materna durante todo el primer semestre de vida, el período de maduración de su cerebro se habría prolongado hasta los 16 o 24 meses. Se habría robustecido la sustancia blanca, los tejidos más profundos del cerebro que comunican la materia gris con el resto del cuerpo. La materia gris es la torre de control que comanda los músculos, la vista, el oído, el habla, la memoria y las emociones, así como nuestra capacidad para controlarnos y tomar decisiones. Aunque el retardo de crecimiento ya era inevitable, el tratamiento con suplementos nutricionales que Carlos estaba a punto de recetar podía impedir lesiones cognitivas.

Como cualquier recién nacido sano, el estómago de Jendriannys era del tamaño de una aceituna. Al principio succionaba unas pocas gotas de calostro, la primera leche que produjo su madre apenas parió, una concentración de proteínas, grasas, aminoácidos, vitaminas, anticuerpos y antivirales, que permitieron a las bacterias de la madre colonizar las vías respiratorias, la piel y el intestino de la bebé. La leche materna contiene 1.606 proteínas que activaron y fortalecieron su sistema inmune durante los dos meses que fue amamantada.

Cuando Jendriannys comenzó a ingerir harinas y carbohidratos como la crema de arroz, su organismo agotó las pocas proteínas que tenía para levantar el sistema inmune. Carente de las que necesitaba para retener el agua del cuerpo dentro de los vasos sanguíneos, se hinchó y quedó sin defensas para luchar contra las infecciones.

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La hinchazón, las manchas en la piel y el cabello amarillo son algunos de los síntomas del kwashiorkor. Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

Luisa comentó que un primo había dicho que la niña tenía congalalá. Ella no sabía a qué se refería. Suponía que era “como un empacho en el estómago”. Carlos le explicó que era un término indígena, el nombre de la mata con la que bañaban a los niños que tenían pelagra, las manchas que anuncian la desnutrición severa, como las que tenía Jendriannys por todo el cuerpo.

Congalalá es la palabra que se emplea en el sur de Venezuela para referirse al kwashiorkor.

Al final de la consulta en el operativo, el doctor Hernández entregó a Luisa una bolsa con 60 RUTF (ready-to-use therapeutic food) o alimentos terapéuticos listos para usar, una crema de maní enriquecida con vitaminas que no se vende en las farmacias. Las organizaciones de ayuda humanitaria donan los sobres, que cuestan 1,10 dólares cada uno, a hospitales, fundaciones y personal sanitario local. Se abren por una esquina y se entregan al niño para que chupe del empaque, sin necesidad de cocinarlos o mezclarlos con agua que pueda ser insalubre.

Si los cuidadores seguían la prescripción de que Jendriannys comiera dos RUTF al día, sin compartirlo con otros hermanos, primos o miembros de la familia, en una semana debía perder todo el líquido a través de la orina. A partir de ese momento comenzaría la recuperación. Desaparecerían las manchas y estaría más despierta, con la cabeza erguida. Dentro de un mes comenzaría a subir de peso.

Sin embargo, Luisa no era la cuidadora principal de Jendriannys. Como no sería la responsable de aplicar el tratamiento, debía explicar las instrucciones a los abuelos, y confiar en que ellos las seguirían al pie de la letra.

Antes de marcharse agradecida, Luisa sugirió al doctor que visitara pueblos alejados del Orinoco.

—Por ahí pa’dentro eso está lleno de niñitos con congalalá.

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El doctor Carlos Hernández trata la desnutrición infantil en el estado Bolívar desde hace casi treinta años. Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

Los cuidadores

La doctora Badell atendió a Oriannys, una niña de un año que tenía fiebre y diarrea. Había dejado de comer y había perdido peso debido a una infección por parásitos. La mamá se marchó a las minas dos meses antes, en septiembre de 2021, y el papá quedó a cargo de Oriannys y sus cuatro hermanos. A Junior, el padre, no le quedaba tiempo para dedicarse a su oficio, pescar en el Orinoco. Alimentaba a Oriannys con leche completa y el resto de la familia comía pescado.

El hermano que le sigue a Oriannys, de cuatro años, preguntaba todos los días por la mamá. “Volverá en unos días”, contestaba la abuela. Él prefería decirle la verdad: que no tenía idea, que no sabía dónde estaba, que no pudo confirmar si estuvo recluida en el hospital del seguro social por un dolor muy fuerte, como le contó una vecina que volvió de las minas. Él fue a buscarla al hospital y no la encontró.

Junior prefiere creer que su esposa trabaja como cocinera. No quiere imaginar que sea trabajadora sexual, como otras vecinas del pueblo que se fueron a las minas. Evita pensar en las historias de homicidios que ha escuchado sobre las minas. Si deja de contar con ella, no sabe cómo afrontará la crianza de los cinco niños. No tiene los 20 dólares que cuesta un pasaje hasta la mina donde ella trabaja ni los 20 que costaría volver. El papá de ella falleció en noviembre y su hermana, que también estaba en las minas, regresó para el funeral. Ella no.

Junior no sabe si la extraña, solo se siente muy cansado.

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Oriannys dejó de recibir leche materna cuando tenía diez meses. Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

La mamá de Daniel se marchó cuando él tenía un año y cinco meses. Lo dejó con la abuela Fanny, de 55 años. Durante la crianza de cinco hijos y tres nietos, Fanny nunca había visto a un bebé tan apagado como Daniel, incapaz de hablar o llorar para pedir comida, derrumbado donde lo dejaran. Fanny tuvo la impresión de que la nuera se marcharía sin formalizar quién quedaría a cargo del bebé, así que ofreció ocuparse de él. Quería saberse responsable de tomar las decisiones importantes. Apenas se fue, Fanny comenzó a alimentar a Daniel con el calostro de las vacas, a ver si recuperaba la fuerza y el color.

Daniel llegó al operativo de los pediatras en los Barrancos de Fajardo con tres kilos menos de lo que debería pesar para su edad, pero libre de manchas en la piel y muy despierto. Fanny se enorgullece al verlo correr detrás de las perras para ordeñarlas, como hace su papá con las vacas.

El padre de Daniel tiene 21 años y es hijo de Fanny. Cuando conversan sobre la posibilidad de que la mamá regrese para llevarse al niño, asoma la amenaza de un conflicto familiar. El papá no está dispuesto a entregar a Daniel, convencido de que la madre no tiene derecho sobre él después de haberlo abandonado. Fanny, en cambio, opina que ella debería tener la oportunidad de criar a su hijo si tiene las condiciones económicas y la estabilidad emocional para hacerlo.

Cuando Daniel escucha el nombre de su madre, se esconde debajo de la cama.

Cándida tiene 43 años. Es canosa, camina despacio, encorvada. Estaba en un servicio de la iglesia evangélica cuando se enteró de que los pediatras estaban en el pueblo, cerca del mediodía. Si lo hubiese sabido antes, habría anotado en la lista a sus hijos José Gregorio, de nueve años, y Ajelex, de siete. Los tres padecen de sindactilia, una malformación congénita que impide la separación de los dedos durante la gestación. Uno de sus parientes se sometió a una cirugía, y como no quedó bien, evitaron intentar la corrección con otros miembros de la familia.

Pero a Cándida le tenía sin cuidado la sindactilia. Acudió al operativo porque temía que Ajelex desarrollara congalalá como su nieta Darielbis, la menor de su hija.

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Cándida temía que su hija de siete años padeciera congalalá. Foto cortesía Manaure Quintero/ Prodavinci.

La mamá de Darielbis se marchó a las minas cuando la bebé tenía tres meses de nacida. Con el paso de las semanas, comenzó a hincharse, le dio diarrea, evacuaba verde. Tenía rosetones en la piel y no dormía. Cuando Cándida tuvo la impresión de que la bebé se desvanecía, por primera vez abordó un mototaxi que la llevó hasta las orillas del Orinoco. Por primera vez cruzó el río y pisó el estado Bolívar. Por primera vez llevó a la niña a un servicio de Pediatría, el del Hospital Raúl Leoni en Guaiparo. A sus siete meses, los médicos le diagnosticaron desnutrición severa y una infección por lombrices. Una vecina dijo que aquello era congalalá. Ella no entendía ni a uno ni a otro, sus hijos no habían sufrido de aquella enfermedad.

Cándida contactó a la madre en las minas y se quedó junto a Darielbis en el hospital. Cuando su hija llegó para relevarla, Cándida se marchó a casa con los pies hinchados, estaba segura de que esa noche se le había paralizado la mitad de la cara y el cuerpo. Los médicos transfundieron a la bebé y recetaron unos antibióticos que la familia no pudo costear. Cándida soñó que Darielbis la llamaba: “Nana, nana”. Estaba recogiendo leña en el patio cuando su hija le avisó por teléfono que la niña había tenido un paro respiratorio. El servicio de Pediatría disponía de una sola unidad de oxígeno, que en ese momento estaba usando otro niño.

—Mami, la niña falleció.

La hija de Cándida decidió volver a las minas con sus tres hijos de cinco, siete y diez años. Cándida trató de persuadirla, pero ella respondió que desde la mina podía enviar dinero para sus hermanos menores. Recientemente, Cándida se ha comunicado con otra de sus hijas, que también está en las minas, pero desde hace dos semanas no habla con la mamá de Darielbis ni con sus nietos.

Poco antes de terminar el operativo, los médicos se sorprendieron al recibir a una madre con un niño de nueve años, que instintivamente comía tierra para compensar la falta de hierro en su dieta, como hacen los perros. Si comiera carne, huevos o espinacas, no recurriría a la tierra para subsanar la deficiencia nutricional.

De los 40 niños que fueron atendidos durante aquella jornada en noviembre de 2021, la mitad fue diagnosticada con desnutrición y recibió suplementos. En promedio, los desnutridos estaban 25,5% por debajo de la media de peso para la edad y 11,56% estuvo por debajo de la media de talla para la edad. 62,5% de los pacientes fueron niñas, quienes mostraron peores condiciones nutricionales que los varones.

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El peso y la talla de los niños puede compararse con las medidas estándar de la OMS para calcular el retardo en el crecimiento.
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Los pacientes pertenecían a un programa de recuperación nutricional llamado Ponte Poronte.
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a mitad de los niños atendidos en el operativo mostró síntomas de desnutrición.

Este fue un proyecto liderado por Valentina Oropeza, que fue producido por Prodavinci con el apoyo del Pulitzer Center, y en alianza con Univisión.




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