Foto cortesía Diario de Los Andes

Judith Valderrama/diariodelosandes

Fotos: Ronny Oliveros

Cuando volvió llovía mucho y fue necesario ir debajo de un árbol en la plaza que está junto a la avenida 19 de abril, de San Cristóbal, donde ese día se apostaba Antonio. El árbol que se creyó resguardaría de la tempestad no cumplió el cometido, el agua cayó abundante empapando la humanidad de quienes ahí posaban. Tanto, que para los muchachos fue necesario al calmar el aguacero, quitarse sus camisas y exprimirlas. Lo hicieron después que el equipo de prensa se alejaba. Se les veían con prisa retorcer sus vestimentas, había que aprovechar la luz roja y volver a la jornada.

“Yo vengo de San Josecito. Venimos todos de la zona. El primer día que empecé no tenía para el pasaje y me vine a pie, eso que es lejos. Pero llevaba un día sin comer, se lo juro. Así que dígame ¿qué más hacía?”.

Antonio empezó a los 8 años la labor en la calle, ya tiene 10 y parece de menos edad por su tamaño. Estudiar, no ha podido. Revela como quien habla desde la vejez recordando la infancia: me gustaba leer cuando iba a la escuela”. Aunque sigue siendo un niño sin escuela, se percibe viejo él mismo. “No me queda mucho tiempo ahora para leer, llegamos tarde y cansados”.

Relata sus sueños. Lo hace retirado de la manada, teme revelarse ante ellos, “Le dije que me gustaría ser doctor. Un día fui para el hospital y le puse cuidado a uno y pensé que sería bonito ser doctor –risas-.  Otro día por aquí pasó uno, cuando vi que estaba vestido como un doctor le limpié el vidrio a lo bien y no le quise recibir nada, y el doctor me dijo: ´Dios te bendiga niño’. Eso no se me olvida. Pero no le cuento a ellos porque les da risa”.

Y vuelve y corre, aunque muy conversador no regresó más a la acera, se iba a otra esquina, solo vino –dijo- por curiosidad, le dijeron que eran periodistas los que estaban ahí y quería saber cómo eran los periodistas, contó en medio de su inocencia.

Niños como los de la casa

Cada uno de estos venezolanos niños, que aparecen por unos segundos frente al cristal del carro cuando se avanza por las avenidas, son idénticos a los pequeños de la casa, a pesar que la vida les ha dado otro trato, basta interactuar con ellos un rato con respeto y cariño y salen sus sueños a flote, igual de elevados a los de los niños en casa.

Como todos los demás niños anhelan ser personajes grandes, pero por ahora no van ni a la escuela. Son casi dos años que tienen las escuelas cerradas luego de la pandemia del COVID-19. La modalidad de estudio se ordenó desde el Ministerio de Educación vía online, pero para estos jóvenes esa posibilidad no existe.

No tienen teléfono y menos computadoras para conectarse y poder hacer sus tareas, lo que les deja fuera del sistema educativo imperante, a esto se suma las fallas de electricidad que son constantes en el Táchira durante la pandemia. La mayor parte de su tiempo está dedicada a trabajar. Les resta poco para atender otras ocupaciones como la academia, estando en la calle.

“Con este trabajo compro comida”

José David, es otro de los niños que limpia vidrios en la avenida, estaba en la 19 de abril, ese día. Tiene 14 años y parece como de 10. La mala alimentación ha cumplido lo que refiere la ciencia médica ante esta carencia en la etapa de crecimiento, es sencillo comprobarlo al verlos.

“Voy para un año trabajando en esto. Salí por comprar mis cosas por la comida”. Cuenta que en casa tiene dos hermanos, y que un día muy bueno puede llegar a recabar 30 mil pesos colombianos, que es la moneda más usada en Táchira.

“Con eso compro comida y para guardar uno”. Como todos los demás, dice que no está estudiando. Llegó hasta el primer año de bachillerato. Lo empezó, pero no pudo finalizarlo.

“Si quiero seguir estudiando, pero por esta cuarentena no he podido. Por eso me salí”. No termina su relato porque lo interrumpe un compañero, “pues nos salimos de la escuela por esta crisis. En la casa no hay nada para comer y toca salir a revolucionar en la calle, ve. Y si nos quedamos en la casa de los brazos cruzados cómo vamos a comprar las cosas de nosotros, ve. Si quiera en la calle nos llevamos 25 o 30 mil pesos para la casa”, habla Jesús presuroso, y remata señalando que, “como él, que tiene un niño -y señala un joven- y tiene que salir a buscar lo de la leche”.

“Él es papá”

La prioridad es comer ellos y su familia, como lo revela Kevin, quien se emociona cuando los otros dicen, “él es papá”.

Kevin Agustín es el mayor del grupo de limpiavidrios, también el único que es padre. Al preguntarle qué edad tiene su hijo, su rostro se ilumina de una manera sorprendente y da la impresión, que de algún modo, es una hazaña tener en el grupo un papá entre tanta chiquillada.

“Yo trabajo desde hace como tres años… Hoy me toca poder hacerme los 30 pesos (30 mil) para comprarle la leche”. Relata que su bebé está muy bien, tiene un mes de nacido, “está gordito y bien de salud, gracias a Dios, gracias a Dios”.

“Es difícil trabajar en la calle, es difícil. Pero también hay gente que nos apoya muchísimo. Otros nos tratan mal y dicen que nosotros robamos, que la plata debe ser para vicio, me entienden, nos dicen así. Que somos de la calle y nos mandan la policía, que nosotros esto y aquello. Entonces yo digo, ¿por qué nos dicen así, que nosotros robamos y nadie dice qué? ¿entonces por qué nos ven es aquí trabajando se aprovechan”, refiere Kevin.

Reitera este joven padre lo doloroso de que les llamen ladrones. “si lo fuéramos no aguantáramos aquí humillaciones. Porque muchos nos humillan por una monedita, y es que no nos dan 5 o 10 mil pesos,  nos dan es de a cien pesos de a 500 pesos y creen que nos vamos a volver millonarios. Y gracias a Dios reunimos eso y llegamos  hacer hasta 30 pesos…  otra gente que nos trae ropa, mercado, comida”.

Relata una experiencia que vivió en otro punto de la ciudad. “Yo me le acerco y le digo que para limpiarle el vidrio, y un hombre bajo el vidrio y me dijo, ´bueno –groserías- le dije que no´, y me mostró un arma”.

Yo mantengo a mis seis hermanos”

Iskler, es otro del equipo que limpia vidrios de carros en la avenida 19 de abril. “Tengo tres años trabajando en esto”. Tiene 16 de edad.

“Bueno, yo, pues, salí a trabajar porque no estudié. Por la crisis esa no pude estudiar más. Todo lo que hago aquí, lo hago para mi familia y hermanos. Tengo seis hermanos en la casa. Yo soy el mayor y soy el que ayudo a mi abuela porque mi mamá está en Cúcuta y nos quedamos con mi abuela, ella cuida los niños. Obvio, yo soy el que lleva todo para allá, para mi casa”.

– ¿Con lo que gana aquí, en la calle, alcanza para mantener sus seis hermanos y su abuela?

– “No, no alcanza. Obvio que no. Pero por lo menos todos los días comemos algo”, responde Iskler, quien tiene la obligación de un adulto al ser sustento de seis hermanos y la abuela.

– ¿De dónde viene usted?

– “De la zona de Valle Hondo, casi todos venimos de allá”, eso está ubicado en la Troncal 05, entrada sur de San Cristóbal.

– ¿Todos vienen de la misma zona, cómo fue que todos decidieron venirse a trabajar a las avenidas de San Cristóbal? ¿O se encontraron aquí?

– “Ajá, así fue. Desde hace cuatro años nosotros los que vivimos por Valle Hondo estamos trabajando aquí”.

Nos tratan feo y nos dicen groserías”

Jesús, quien toma la palabra espontáneamente, asegura que en la calle es difícil trabajar. “Pero bueno en la lucha. Nos tratan feo, nos dicen groserías”, y repite unas de las obscenidades que les suele propinar.

Pero no todo no es malo, asegura, “hay gente buena que nos ha dado de 20 hasta 50 mil pesos”.

– ¿Qué pasa si alguien les dice que no quiere que le limpien su vidrio? ¿Ustedes qué hacen?

– “Pues ahí si no. Nos vamos. Pero hay unos que no, realmente no. No todos trabajamos iguales, hay unos en otros semáforos que son pasados, hay otros que no. Pues, pues la gente tiene razón, pero también nos tienen que entender a nosotros, toca que salir a buscar el pan de cada día”.

No alcanza los cristales

A él, el más pequeño del grupo de 9 años, no le alcanza el tamaño para limpiar carros. Es muy chico de estatura, pero con necesidades grandes.

Vicente, lleva una pequeña vasija de plástico con caramelos que ofrece a los conductores, “son a 5 por mil pesos”, dice.

Sale a trabajar porque en casa hay necesidad, al igual que en el hogar de sus compañeros, eso los une, el trabajo. Cumple jornada desde 8:30 a 9:00 de la mañana y se extiende su labor hasta las tres de la tarde aproximadamente.

Vicente sorprende por su formalidad. Un niño muy educado, usaba una camisa manga larga abotonado hasta el cuello, bien peinado y con una gentileza aplaudible. Un pequeño caballerito.

Todos dicen protegerlo por ser el más niño, y al igual que el grupo vive en la zona de la Troncal 5, desde donde viene cada día a San Cristóbal y regresa con lo que logre hacer del día, con eso debe ayudar a la comida suya y de sus hermanos.

Es el único que dijo estudiar, pero por la pandemia ahora no lo hace. Está trabajando y no tiene medios electrónicos que le permitan hacer sus actividades académicas, lo que le mantiene en la práctica desescolarizado.

La policía y los muchachos: no nos respetan

Por lo general los cuerpos de seguridad no los molestan, les dejan hacer su trabajo en la calle. Pero en uno de los puntos de San Cristóbal donde se ubican han sufrido atropellos por parte de los uniformados, según sus relatos. “Vinieron y nos dijeron que nos van a meter presos. Dicen los del gobierno que no nos podemos parar aquí a trabajar, porque de esto son dueños tales, y llegan ellos y nos agarran las cosas personales, lo del bolso y todo eso y nos lo echan para allá. Nos lo tiran al piso y nos mojaron las cosas. Nos quitaron los bolsos, los haraganes. Y nos rompieron la ropa. No nos respetan”.

Comenta uno de los niños que siente que algunos policías no los tratan como personas. «Varias veces casi nos roban el dinero. Ahorita, hace como una hora nos vinieron a sacar y entonces cómo hacemos para comer. Que nos digan, porque en la casa esperan lo poquito que llevamos y a veces pueden desayunar hasta las 5 de la tarde cuando nosotros llegamos».




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