“El origen de los peores crímenes de la humanidad es la indiferencia colectiva, porque los verdaderos verdugos son unos pocos. La indiferencia mata más que los monstruos”. Géraldine Schwarz

¿Qué es indiferencia? Etimológicamente, la palabra significa “no hay diferencia.” Al visitar la Exposición “La Guerra contra los Judíos”, patrocinada por el Espacio Ana Frank y la Universidad de Carabobo, podemos inferir, a través de reflexiones morales y políticas, que el gran daño que se produjo en aquel entonces, se debió en buena medida, a la indiferencia hecha cómplice que lo permitió.

En Alemania existe una palabra, Mitläufer, para denominar a esa gran parte de la población que durante el régimen de Hitler, por indiferencia, apatía, conformismo, oportunismo o ceguera, se convirtió en cómplice de los crímenes del nazismo.

Hannah Arendt planteó una tesis que ella llamó la banalidad del mal. Uno de los elementos más perversos de esta realidad está, sin duda alguna, hacer que el mal, terrible, cruel e inhumano, se banalice a través de exponerlo con algunas variables como el humor, el desprecio, la repetición constante y, sobre todo, hacer ver que sus víctimas se merecen todo esto.

Todo cuanto en estos pendones de la exposición observamos, resulta una lección que debe doler – si realmente somos seres sensibles- y de tal forma evitar banalizar el mal por la forma cómo lo enfrentamos y lo comunicamos, como lo sentimos y como lo manejamos y estar pendientes de todos los mecanismos que usan muchos poderes para anestesiarnos frente a los actos de ruindad y maldad.

Hay varios mecanismos que propician esa pasividad cómplice. Pongamos primero el miedo que nos conlleva a permanecer como espectadores silentes y a no intervenir.

Pero también la ignorancia, que puede ser involuntaria (cuando la “normalidad” de esto que acá consideramos vida cotidiana nos vuelve ciegos al mal), o voluntaria (cuando, por «prudencia», no queremos saber…) O la insensibilidad moral que refrena nuestra conmiseración ante el sufrimiento ajeno y nos conduce a voltear la vista ante esa ineludible realidad. O, simplemente, que nos faltan criterios morales y políticos para manifestar nuestra indignación.

El peor crimen de nuestro tiempo es el de la indiferencia, sostenía en reciente entrevista el filósofo y profesor de la Sorbona André Glucksmann. La peor de las actitudes es la indiferencia, decir no puedo hacer nada, ya me las arreglaré; expresaba el también francés Stéphane Hessel, autor del célebre libro Indignez-vous !

La pasividad, la apatía, la indolencia ante lo que ocurre, son conductas muy propias de la persona indiferente, esa que deja pasar todo por debajo de la mesa; parece cubierta de teflón, todo le resbala. La indiferencia, el “todo da igual”, o “se veía venir”, como también la aquiescencia, son conductas que, al debilitar el tejido social, nos ubican en una especie de -nihilismo que puede llegar a negar la existencia del mal, tal como ya sucedió durante varias décadas nefastas del siglo XX, la de los fascismos rojos o negros.

Si no existe el mal, todo está permitido. La indiferencia expresa la crisis social; la arrechera (o si quieren suavizar o europeizar la cosa: la indignación), la angustia o preocupación de una ciudadanía atemorizada y desconcertada.

Procurando redondear la idea, nos permitimos tomar la reflexión que dejó anotada Elie Wiesel, escritor húngaro de nacionalidad rumana superviviente de los campos de concentración nazis: “Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es la herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la indiferencia entre la vida y la muerte”.
Esta sensación subjetiva de indiferencia o aquiescencia, o de ambas, se convierte en apatía. Y estas posiciones resultan dramáticas para el porvenir del país. Apartarse de cualquier asunto que se refiera a la defensa de la ciudadanía, de los principios que deben regir nuestra sociedad, implica dejar en manos de un régimen autoritario y usurpador el porvenir de todos. Con la indiferencia no se avanza ni se va a ningún lugar, y con la rabia… ¿a dónde podemos ir?

Cada día tenemos más claro que la oscuridad de esta crisis es mucho más grave de lo que parece. Este entorno de miedo y desconfianza hace que las emociones negativas nublen nuestra capacidad para pensar en lo que está pasando ya que nuestro único objetivo es “sobrevivir”.

Pero, ¿Cómo sobrevivir siendo indiferentes?

Lo advierte precisamente Elie Wiesel en su conmovedor Discurso, «Los peligros de la Indiferencia» en 1999 en Washington: “Indiferencia, entonces, no es sólo un pecado, es un castigo. Y es una de las más importantes lecciones de la amplia gama de experimentos del bien y el mal del siglo pasado.”

Manuel Barreto Hernaiz




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