Hoy escribo con tristeza en el corazón, con aquella que te tumba al suelo y se viene sobre toda tu existencia. Hoy escribo avergonzado de mi mismo y de nuestra sociedad. Hoy, esta pena puede más que yo. Hoy soy débil y frágil ante lo que me rodea y no puedo detener.
Mi última carta fue hace un par de semanas, el 5 de octubre. En ella escribí sobre la negación de atención médica como forma de castigo y tortura aplicada a las personas detenidas por parte de órganos de seguridad del Estado venezolano. Tan solo días después, murió un joven que estaba en un calabozo llamado «tigrito», al final del pasillo azul con blanco. Murió de tuberculosis. Lo asesinaron al negarle deliberadamente el derecho a la salud.
La noticia corrió como murmullo entre rejas y barrotes, pero no fue importante, las elecciones de los políticos colmaban nuevamente la atención. Y, lo que es peor, se sintió ese aroma de no merecer dolientes porque era un «delincuente común» y «mala suerte que muriera».
En Venezuela a los presos, políticos o no, se les debe respetar la dignidad por igual; es decir, se les debe garantizar su derecho a la vida y la salud. Ya hace menos de un año había muerto una mujer aquí en el SEBIN por la misma razón, por no brindarle la oportuna atención médica. Lo recuerdo claramente. Tocó mi fibra. No puedo olvidarlo, estoy obligado a no olvidarlo, para no perder consciencia del momento que atravesamos. No podemos aceptar esto como algo normal.
Yo no quiero con esto culpar ni señalar a funcionarios, cada hombre aquí sabe de de qué es o no partícipe. Hoy la culpa la asumo yo, hoy la culpa también es de todos, que miramos selectivamente la tragedia ajena y olvidamos el sentido de piedad. Nuestra sociedad se deshumaniza, se consume a sí misma, se autodestruye. Y todos somos parte de ello.
Tengo miedo a terminar teniendo «piel de cocodrilo» como consecuencia de vivir por tanto tiempo tanta cosas terribles. Tengo miedo de dejar de sentir dolor. Es la única forma de muerte a la que temo, a la muerte del sentimiento.
Lorent Saleh



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