No es una fecha en números romanos. Son siglas que forman ya parte del ADN de las últimas generaciones del “homo venezuelensis”. Por alguna razón degenerativa, este factor no aparece en algunos, como aquellos que pagan 3.000 dólares por escuchar a un “cantante” de chillona y rasposa voz. Esos son otra clase de venezolano, a quien no le importa que siete millones de compatriotas tengan que emigrar, que miles mueran en desvencijados hospitales o por falta de recursos para adquirir las medicinas que un seguro social no les provee, o que el vecino muera infartado tras una cola de tres días para poner gasolina al vehículo que necesita para ir a su trabajo, evitando así el uso del transporte público donde se arriesga a ser despojado de sus pertenencias. Son venezolanos que no mascullan las palabras ocultas tras esas siglas.

Pero son una excepción: El resto está en el exilio o sobrevive en Venezuela, derrumbadas con los años sus esperanzas por una rápida solución al deterioro progresivo de la economía del país, del restablecimiento de la calidad de los servicios públicos, de la vuelta a la confiabilidad en la seguridad ciudadana. Quienes esperan por otro Simón Bolívar, por una moderna Juana de Arco, tal vez un Mandela venezolano o (¿por qué no?) un Walesa tropical, deben, despertando de falsas ilusiones, luchar con lo que se tiene a la mano. La ayuda externa, como la que ahora reciben los ucranianos en su defensa contra el agresor ruso, no aparece por culpa de los intereses económicos, que son los que al fin y al cabo determinan las acciones de los gobiernos. Estamos conscientes de que no hemos descubierto el agua tibia; eso los venezolanos lo sabemos muy bien. Y tenemos años sabiéndolo. Recordemos que en los tiempos de Juan Vicente Gómez también hubo un “presidente interino”: Juan Bautista Pérez, (aquí vive el Presidente, y el que manda vive en frente) y, como Guaidó, igualmente prescindible cuando conviniera a los intereses del mandamás. Guaidó ha demostrado valor y firmeza. Eso que llamamos “guáramo”. Pero mientras sigamos maldiciendo al que llamamos “ilegítimo” cada vez que renovamos la cédula de identidad o la licencia de conducir, o firmamos un documento en cualquier registro civil o mercantil, estamos tácitamente reconociendo quién es el que verdaderamente gobierna, e igualmente ocurre cuando se va la luz, o no llega agua por las tuberías, nos falta la gasolina o muere alguien por causa del mal estado de los hospitales. Y Guaidó no es el culpable de nuestros males. Es el otro, ese que todavía está en condiciones de decidir cuándo y cómo se va, con quién y para qué reunirse. Y con quién y de qué asesorarse. Y eso lo está haciendo muy bien. En lugar de un “Superbigote” o una “Supercilita” ¿Será que encontraremos a un Simón Bolívar o, al menos, una Juana de Arco, o un Mandela redivivos, entre tantos aprendices de brujo? El tiempo, y ojalá sea temprano, lo dirá. Esperemos que pronto se haga realidad aquello de que “los pueblos paren un líder cuando lo necesitan”. Pero eso no se logrará compitiendo con empujones y zancadillas para ser reconocido como tal sin serlo. Mientras, aquéllos que gastan 3.000 dólares en conciertos de “cantantes” de rasposa voz seguirán disfrutando del poder ilegítimo y restregándose las manos, pestilentes a tráfico de drogas y oro.

Los números del venidero 2023 suman 7, que para muchos, que creen en cábalas y supersticiones, es número de suerte. Los meses próximos nos dirán si sus creencias son bien fundadas…




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