“Las generaciones carabobeñas actuales y futuras pueden revivir la imagen del segundo obispo de Valencia, Monseñor Montes de Oca, en su plaza epónima ensombrecida bajo enormes y acogedores árboles ubicada en la avenida Bolívar norte de Valencia, gracias al imponente monumento de monseñor Montes de Oca, sin señalar la autoría de la escultura, oficialmente desconocida, porque Antonio Rodríguez del Villar pecaba de excesiva modestia o de una elocuente arrogancia al realizar grandiosas obras escultóricas y eximirse de firmarlas” Ricardo Mandry Galíndez

Valencia, nuestra ciudad, no es sólo la conformación de su estructura urbanística, comercial o industrial (estructura por cierto, muy desvencijada, por decir lo menos) y menos aún una avenida decorada para la ocasión, sino que está constituida por las sinergias que se producen entre las instituciones que en ella conviven, y son precisamente estas sinergias las que nos brindan la posibilidad de aprender de ella; de su pasado y su presente, para tener entonces los elementos que nos permitan recuperar sus saberes y para ubicarla en ese lugar que se merece.

La historia de las ciudades resulta muy compleja, pues es el resultado de procesos culturales y sociales que deben acoplarse con lo económico y político, pero buscando siempre las huellas de su pasado que permitan ver esas raíces, que serán, en fin de cuentas, las que le confieren su identidad cultural y su sentido de pertenencia.

Al hablar de la memoria histórica de nuestra ciudad, inevitablemente nos involucramos en un espacio en donde convergen cultura, tiempo, relaciones sociales y de poder; donde se entrecruzan la subjetividad, y sin lugar a dudas, la transformación, la permanencia y el conflicto. Conflicto político, conflicto social, conflicto moral… y hasta conflicto entre caimanes de un mismo caño.

Tema para una tesis sociológica, tal como lo advertía en los primeros tiempos de esta ciencia, Maurice Halbwach, pupilo de Emile Durkeim: “Cada sociedad tiene una forma particular de edificar sus recuerdos dependiendo de un conjunto de variables políticas y culturales y al hacerlo implícitamente tiene una manera específica de concebir y de relacionarse con el tiempo…”

La Plaza “Montes de Oca” en Guaparo – al igual que la Plaza “Cristóbal Mendoza” en El Viñedo, nos despiertan una emoción, un recuerdo o un vínculo particular. Se relacionan con nuestros recuerdos o vivencias, pero también se nos presentan de manera gregaria, colectiva, con bucólicas y cívicas remembranzas; relacionándose con nuestro pasado y con nuestro presente, narrando una historia y preservando una memoria de tantos atavismos acumulados, desde la explicación que nos daban nuestros padres acerca de uno y otro personaje hoy hechos bronce, hasta la que nosotros dábamos a nuestros hijos, precisamente tratando de preservar esa memoria histórica, esa narrativa que hasta ahora fue aceptada para mantener con vida tantos relatos que merecen ser transmitidos de generación en generación. Pero así como la memoria intenta recordar acontecimientos del pasado, también se enfrenta no tan solo al olvido, sino a una distorsionada transformación.

No tan solo es cuestión de cambiar el nombre de la Plaza Salvador Montes de Oca, sino es colocar al lado de su noble y muy merecido monumento, que parece haber seguido tan solo criterios personalistas carentes de rigor profesional, un parapeto arquitectónico ornamentado por lechuzas, murciélagos y búhos, que muy distantes están de la humanidad representada por Monseñor Salvador Montes de Oca, asesinado en septiembre de 1944 por escuadrones de las SS en el Monasterio de los Cartujos en Lucca, Italia, por dar cobijo a pobres y a jóvenes partisanos que se encontraban en graves dificultades.

Nos permitimos tomar del libro de Andrés Eloy Blanco, “El Corazón sin Miedo”, está cita que retrata, con la prosa del Poeta de Venezuela, la grandeza de este hombre, cuya memoria hoy está siendo relegada: “Cada Vez que aquel obispo iba a Puerto Cabello a celebrar la fiesta del mar, bendecía las olas. Pero su Bendición se tendía, lentamente, intencionadamente sobre el castillo donde estaban los presos políticos. Un día pidió que se le permitiera ir al mismo antro, para saludar a los cautivos. Se le negó la solicitud. Entonces multiplicó su preocupación por los perseguidos. Su casa era una de los que estaban perseguidos por la injusticia. Salí del Castillo para ir al Confinamiento. Allí, en el zaguán de la casa de las Ravell, me esperaba mi familia. Al lado de mi madre, estaba el obispo. Había venido de Valencia para abrazarme. Me dijo algo inolvidable: -Ya estás libre del Castillo, pero no de tus compromisos con la Patria. No desmayes.

Los fusilaron los alemanes o los italianos de Alemania, porque protegía perseguidos. Porque hacía lo mismo que hizo en Valencia. Él tenía que morir así. Allí está el error de los alemanes y de los italianos de Alemania: creer que el alma de los hombres se compra, se alquila o se aniquila. En Venezuela y en Italia Monseñor Montes de Oca era ¡más grande que la Injusticia!…”

Ya lo advertía el Profesor Marc Augé en sus seminarios hace cuatro década: “La materialidad de las huellas del pasado en el espacio urbano, no prestan atención suficiente a la intervención de lo imaginario, de lo simbólico y de lo ideológico, que remite a la identidad y al trabajo de la memoria en la construcción de la vida social, estrechamente asociado a ella…”

Este párrafo de sus apuntes que aún guardamos, nos sirve de referencia para lo que en estos tiempos de lucecitas efímeras y de pretendida y costosa liquidación de nuestros referentes, esta suerte de burdos palimpsestos que atentan contra nuestra identidad; no se quede en la silenciosa aquiescencia ciudadana, pues no podemos permitir que se continúen perdiendo o degradando los símbolos, la memoria y hasta los recuerdos de nuestra ciudad. Estos asuntos motivan una seria y cívica deliberación y reclamo. De allí el llamado del Diputado Carlos Molina, de la Sociedad Amigos de Valencia, y de tantas organizaciones que se irán uniendo al rescate de la memoria histórica de Valencia, nuestra ciudad.

Téngase presente que la Constitución de 1999, en su capítulo VI, correspondiente a los derechos culturales y educativos, otorga al Estado la obligación de garantizar “la protección y preservación, enriquecimiento, conservación y restauración del patrimonio cultural, tangible e intangible, y la memoria histórica de la Nación, siendo inalienables, imprescriptibles e inembargables los bienes que constituyen el patrimonio cultural (artículo 99)…

Manuel Barreto Hernaiz




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