En diciembre por lo general solemos viajar a nuestros lugares de origen y reencontrarnos con la familia, amigos de la infancia, recuerdos, olores, paisajes. Es lo bonito del arraigo, ese afianzamiento sólido hacia el terruño y los seres queridos.

Sin embargo, en las circunstancias actuales se torna complicado emprender una aventura de este tipo en Venezuela, no solo por la pandemia, las nulas medidas de bioseguridad en los terminales terrestres, la escasez de gasolina y la delincuencia en las carreteras. A estas realidadessumamos lo terrorífica que resulta la experiencia de cruzar una alcabala de la Guardia Nacional.

Sobre estos temas conversé hace unos días con Josefa, quien, aprovechando que su hija parió un hermoso niño, viajó desde el Táchira hasta Valencia para conocer al nuevo nieto y pasar las fiestas decembrinas en Carabobo. Lo hizo a finales de octubre, no estaba operando el transporte público, así que consiguió un aventón con un camionero que trae verduras al centro del país.

Me contó -como es costumbre en los Andes venezolanos- que preparó tres litros de mistela para celebrar el nacimiento. La mistela es una rica bebida a base de miche andino, miel de papelón y pulpa de frutas. Josefa traía con sabor a guanábana, mora y parchita.

En una de las alcabalas entre los estados Trujillo y Lara, efectivos de la Guardia Nacional detienen el camión, revisan con detalle e interrogan por separado a Josefa y al conductor. Al parecer, indagan sobre si los acompañantes pagan en dólares a los conductores que “les dan la cola”. Luego, Josefa tuvo que abrir su equipaje y le incautaron los tres litros de mistela. Lloró para que le dejaran por lo menos un litro, pero no hubo manera, esta gente uniformada le quitó absolutamente todo.Alegaron que era ilegal transportar esa cantidad. Josefa optó por el silencio, pero se sintió vejada, ultrajada por un sistema que parece legitimar este tipo de violencia.

En otra conversación de esas que establezco mientras hago etnografía para mi tesis doctoral en Antropología Cultural, conocí a un Julio, quien la semana pasada se disponía a viajar a Barinas. Tiene vacaciones y quiso trasladarse de inmediato a su tierra. Debido a la severa crisis de gasolina que padece el país, se compró un bidón de 25 litros, lo llenó y emprendió viaje. Debía garantizar cómo movilizarse, pues si en las ciudades no se consigue combustible, mucho menos en la vía a los Llanos. Cerca de Portuguesa decidió regresar a Valencia con impotencia: le decomisaron el recipiente en una alcabala y le informaron que podía ser acusado por contrabando.

Estas dos experiencias negativas seguramente la viven decenas de personas que se aventuran a trasladarse a sus pueblos para pasar en familia las fiestas. Experiencias que van fomentando esa desesperanza aprendida a la que nos estamos habituando en el país y que como lo indiqué en un artículo anterior, hace que nos sintamos exiliados en nuestra propia tierra. La gente deja de intentarlo porque está agotada, se entrega al pesimismo, decide vivir el día a día y va experimentando un desarraigo que con el tiempo es peligroso, pues atenta contra la memoria y nuestra propia identidad.

En mi caso, estaba tomando las previsiones para emprender viaje a mi querida Mérida, pero el desplazamiento tendrá que esperar. No le temo a la pandemia porque en casa hemos sido cautelosos con los protocolos. Pero en carretera se visibiliza un tipo de violencia muy cruel, una violencia que humilla al ciudadano común, lo somete y despoja materialmente. Un tipo de violencia que por ahora prefiero evitar, pensando en las bondades que aún me sigue ofreciendo esta tierra noble, que silenciosa, ha demostrado históricamente que se hace escuchar cuando menos se le espera, a pesar de los embates internos y de aquellos que provienen de Miami.




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