Pablo es un trabajador con charreteras. Se ha ganado sus lauros con esfuerzo propio, honestidad y el sudor de su frente. Este operador de maquinaria industrial tiene más de treinta años trabajando en la misma planta de alimentos y en todo este tiempo solo se ha ausentado cuatro veces de su jornada diaria. Una de ellas fue cuando enfermó de varicela, lechina en criollo, otra cuando tuvo el único accidente de su carrera laboral y las otras dos en los nacimientos de sus hijos, Luis y Adelina, alumbramientos naturales con algunas complicaciones en el trabajo de parto de Carmen su mujer.

Durante los primeros años de trabajo este gladiador popular logró reunir la cuota inicial para comprar su casa en el barrio trece de septiembre y luego consiguió un crédito que le gestionó la compañía con una entidad de ahorro y préstamo, el cual pagó al día sin pausa, sin atrasos y sin conocer lo que son los intereses de mora.

En la comunidad Pablo es un hombre respetado. Fue miembro de la extinta asociación de vecinos y promotor deportivo en sus tiempos mozos, llegando a presidir la escuela de béisbol menor donde jugó su hijo y ahora lo hacen sus tres nietos varones. En los últimos tiempos dejó de participar cuando le cambiaron el nombre a la asociación y se metió la fulana revolución en la comunidad, aunque recientemente se activaría nuevamente con otros viejos dirigentes del sector en defensa del derecho a recibir agua limpia que ahora solo llega a su casa a cuenta gotas.

Sus hijos no se parecen entre sí. Luis nunca se mete en política porque según él eso es para flojos y corruptos, aunque se la pasa criticando mucho y activando poco para cambiar aquello que considera incorrecto. Adelina por su parte si participa en el consejo comunal y ha salido más de una vez a protestar por el estado de los servicios públicos en su comunidad. Ella critica la comodidad de su hermano, lo llama mánager de tribuna, expresión beisbolera con la que se señala a aquel que sabe de todo pero que evita meterse en el terreno de juego por miedo a la exposición.

Una tarde hace algún tiempo llamaron a Pablo a la dirección de relaciones industriales. Le dijeron que estaban pensando jubilarlo pero que querían su aprobación porque él era un trabajador modelo, muy apreciado por todos. Ese día rechazó la oferta aun cuando le tenían preparada una cajita feliz incluida en el cálculo de sus prestaciones sociales. —No estoy listo para el retiro —le comentaría al gerente de planta y a sus compañeros de trabajo.

En los últimos tiempos había pensado mucho en lo poco acertado de esa decisión porque en casa vivían muy apretados después de la hiperinflación. —Este salario se pulverizó —pensaba. —Tal vez debí aceptar mi liquidación y la jubilación cuando me la ofrecieron. Ahora esto no alcanzará para nada, ni siquiera para montar un negocito pequeño en el garaje de la casa —se lamentaba.

Esa frustración fue creciendo después del día que llegaron unos tipos vestidos de rojo a la planta. Dijeron que venían por una intervención temporal de la empresa y colocaron a un tal Dionisio al frente de las operaciones. Él era parte de un comité de economía socialista. Un personaje que hablaba mucho del difunto comandante y del que se hace llamar presidente obrero. No pasó mucho tiempo para que se fuera reduciendo la producción. Poco a poco la planta se deterioró hasta que varias líneas de productos se paralizaron totalmente. El quinto motor de la revolución se había fundido en esa, la empresa de Pablo.

Hoy el viejo operador recibe un nuevo primero de mayo en distanciamiento social y sin celebración. Su vieja empresa ya no produce sino a una décima parte de su capacidad. El ve hacia atrás y recuerda el tiempo en que su fábrica era orgullo de patronos y trabajadores, hasta llegaron a exportar un tercio de su producción. Todo eso quedó en el pasado, ahora la planta es una vaca grande, vieja y dormida, con los huesos rotos y la piel quemada.

Pablo hoy es pueblo sufrido, como en la canción de Rubén. “Regresa un hombre en silencio, de su trabajo cansado, su paso no lleva prisa, su sombra nunca le alcanza, le espera el barrio de siempre, con el farol en la esquina, con la basura allá en frente y el ruido de la cantina”.

De su estadía de más de treinta años operando máquinas y produciendo alimentos solo le queda una copia de la carta recibida con la renuncia ayer presentada: “Me retiro con la frente en alto y el bolsillo vacío, sin júbilo ni jubilación, con la tristeza en la cara pero con la dignidad intacta. No sé si volveré a ésta, mi fábrica, pero espero vivir para ver a mi país emerger de las cenizas en las que está revolución convirtió a sus campos y ciudades, más allá de los años mismos en que sometió a su pueblo, que anhelo se levante sobre el oprobio y la mentira para liberarse de la esclavitud de la dádiva y la ignorancia. Por eso renuncio a esta empresa destrozada, estatizada y manipulada. Me voy sin odios pero con dolor en el pecho, como se va la luz al caer la tarde, esperando que la luna y las estrellas iluminen mis noches hasta que mis viejos ojos puedan ver el nuevo amanecer de Venezuela”. Gracias a todos, Pablo.

Lucio Herrera Gubaira.




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