El chamán sube a la loma, siente el viento en su cara, achitum sopla fuerte y peina la paja que cubre la inmensidad de la sabana. Allí escucha el llamado de Makunaima, el héroe creador, que le cuenta que Kanaima, espíritu de mal, ha tomado la forma de un hombre vestido de verde. Este ha llegado con otros de lejos, de más allá del Cuyuní, del Caroní y del mismo Orinoco, con botas, armas y sus mochilas de muerte a traer el odio de aquellos que dan las órdenes en el palacio rojo.
Sale el pemón temprano de la churuata, su paso ligero es acompañado por el sol del oriente. Sabe que ya el convoy pasó frente al kukenán, montaña sagrada, que observa con su corona de nubes y su falda de selva. Dejaron atrás Luepa y luego el paso de Kamá Merú. Avanzan para evitar que llegue la ayuda, esa que enviaron otros hombres de lugares remotos, de Brasil y de más allá.
Se acerca el grupo de la tribu a la alcabala, los esperan guardias armados, fusiles y ametralladoras enfrentan arcos y flechas. Ellos, los indígenas, dueños originarios de la sabana, hablan fuerte y sostienen la mirada, como altiva es su esencia y firme su orgullo pemón. En la ingenuidad de los hombres de bien enfrentan al mal sin saber que ya la orden ha sido dada, sin importar etnias ni razas, creencias o rituales. Cobardemente la tropa dispara al pueblo pemón en sus propios predios ancestrales.
En la noche llegan otros, ocultos en autobuses amarillos que ya no transportan la inocencia del alumno de la escuela ni las luces de sus maestros. Ahora avanzan con otros pasajeros que vienen a enfrentar a los que siempre han estado allí, desde la amplia sabana del misterioso Roraima hasta el impresionante Auyantepuy, de donde cae el Kerepakupai Merú para unirse al Churún, magnifico e imponente como altar de dioses.
La montaña los mira y tiembla de rabia frente a la desigual batalla. Salta el chamán y sale de su trance. El amor de la india queda huérfano, ahora es viuda de su hombre, maltratado por las armas de su propio país, esas que no temen al Dios cristiano ni a los espíritus ancestrales de las tribus. Muere el pemón y cae sobre la tierra acida de la Gran Sabana. Muere para vivir en la esperanza y en la inspiración de otros.
Pemón, tu que aprendiste de Adepötorü, tu padre, a defender el orgullo de la raza originaria de estas tierras, que perseguiste a Kaikuse, el jaguar, más allá de los nacientes del Yuruaní, corre ahora en lo inmenso de Itöypon, de Itüyita, de la sabana milenaria, toma el aweku dulce que te ofrece la colmena, esa que se raja para untar el casabe, como hacia Kesepame cuando llevaba a los niños en tiempo de hambre. ¿Qué haces, Sewai? ¿Dónde está tu hermanito, Sewai? No volverá Kesepame, no volverá.
Corre a lo ancho de esta inmensidad Pemón. Verás pasar este tiempo como pasan las tormentas en las cumbres del Akopán o del Ilú. Y volverá a salir el sol, aunque el Aponwao se crezca y el Carrao se desborde en su camino al Caroní, aguas abajo hacia el Orinoco, corriente ancha que va al Mar Caribe, el que sabes que existe pero que no has visto jamás. Porque tu playa siempre fue la laguna, esa que tiene la espuma blanca que se va dorando cuando le da el sol al caer la tarde.
Volverás acompañando a los mawari, espíritus de los muertos, sobre el campamento furtivo de aquellos hombres viles que perforan las entrañas de tu tierra y contaminan tus ríos para extraer las riquezas del arco minero, sin importar la obra de la naturaleza que esculpió el más bello de los paisajes, el más hermoso de los escenarios del mundo.
Canta tu canción de sabana pemón y baila tus danzas, el Parichara y el Tukui. No quedará impune la insolente planta que profano tus suelos. Mientras la brisa arrulle los pastos habrá esperanza, siempre allí, como jaspe de quebrada, cuarzo de cascada, granito de catarata.
Una india bonita, Amanon Wiriki, enjuga sus lágrimas y mira al cielo de la Guayana profunda. El joven sale del conuco y la busca, hacen kachiri y beben juntos. Y allí se van contando las leyendas de sus pueblos en taurepán y en arecuna. Pero hoy no hablan de Kueka, pemón Taure Pam que fue convertido en piedra por buscar a la mujer más bella de la comunidad Macuchíes, irrespetando las normas de Makunaima.
Ahora cuentan las historias de los héroes de su tribu, esos que regaron con su sangre la sabana ancha. Hablan de resistencia, Apötönüto, comparten el sueño de libertad, Ariwonnöto, y se proponen ver juntos el Ayukato, ese nuevo amanecer de Venezuela, en la ribera del río que ocultó sus besos, frente al viejo tepuy que guardó su amor entre las nubes que pasan y las nieblas perpetuas de su cumbre.
LUCIO HERRERA GUBAIRA