En el año 1963, mis padres me regalaron un cuatro. Era un “Simancas” que mi papá había comprado a su fabricante en Naguanagua. Siempre había habido un cuatro en mi casa, pero ese era de mi padre. Él lo tocaba con destreza, al menos según mi inexperta y subjetiva apreciación. Me fascinaba verlo afinando el cuatro de manera diferente, como lo hacía un cuatrista margariteño en un antiguo programa de radio de su infancia. Subía el fa sostenido a sol natural y la cuerda siguiente, que originalmente es sí, la bajaba a sol, quedando a una octava la una de la otra. Para lograrlo, aflojaba la última cuerda con paciencia hasta alcanzar la afinación deseada. Los acordes que producía eran sencillos y, de alguna manera, sonaban extrañamente bien, con un bajo continuo.
A pesar de que mi papá se ufanaba de haber sido profesor de cuatro de Oscar Delepiani, amigo de la familia y cuñado de mi tío Miguel Paz, nunca me dio clases. Yo comencé a tocar gracias al Manual del Cuatro precisamente de Oscar Delepiani y la primera canción que toqué fue “Catira Rosa Angelina” del maestro Juan Vicente Torrealba. Y me sentía toda una maestra cuando acompañaba a mi madre, que cantaba muy bien esa única canción que me sabía.
Entonces surgió la necesidad de buscarme un profesor. Por esos años sesenta, en Valencia había músicos que amenizaban las reuniones de las casas y daban clases particulares. Mis padres conocieron a José “Pepito” Oliveros, en una fiesta que daba su compadre, primo de mi mamá, Jesús Emilio Aveledo, papá de la periodista Sandy Aveledo y les pareció buena idea contratarlo para que me diera clases de mi nuevo instrumento.
Aquella tarde lo vi llegar a mi casa con una elegancia que me sorprendió: un traje color crema, una camisa oscura y sin corbata. En su mano, llevaba el estuche de lo que parecía una mandolina, similar a la que mi abuelo solía tocar antes de su partida. Pepito se veía anciano ante mis ojos de niña de ocho años.
Mi padre me lo presentó como un hombre cuyas manos eran mágicas. Le pidió que tocara en mi nuevo cuatro, una pieza de su autoría con un nombre muy lindo, que ahora no recuerdo, pero que el público llamaba: “El amuñuña’o”. Ese nombre hacía referencia a la forma en que, al final de la pieza, lograba fusionar armonía y melodía con sus dedos tan cerca, como si estuvieran “amuñuñados”. Nunca había visto a nadie tocar así. En ese instante, me convencí de que Pepito era el mejor cuatrista del mundo.
Hoy en día existen otros cuatristas capaces de lograr auténticas maravillas, como Jorge Glem, Héctor Molina y Edward Ramírez, que conforman C4 Trío, y que hasta ahora han recibido cuatro Grammy Latinos o como Nelson González y Alis Cruces, todos ganadores o finalistas del concurso creado por el cuatrista Cheo Hurtado, La Siembra del Cuatro. Por cierto, Alis Cruces también ha inspirado a sus jóvenes alumnos de cuatro, a alcanzar niveles excepcionales. Sin embargo, no puedo dejar de admitir que Pepito Oliveros sigue siendo un artista y un maestro inolvidable.
Regresando a mi pasado, después de dos años yendo Pepito sin falta a mi casa, a darme clases de cuatro los jueves por la tarde, manifesté que quería tocar guitarra. Tenía diez años y mis papás me compraron una. Y Pepito una tarde, no llegó solo. Trajo con él a un amigo y colega, el profesor Monche Rojas.
El maestro José Ramón Rojas, mejor conocido por su apodo, Monche, era un virtuoso contrabajista que también tocaba muy bien la guitarra. Formaba parte de la Orquesta Típica de la Universidad de Carabobo, además de otros grupos conocidos, como el cuarteto Alma Criolla. De esta manera, dediqué otra tarde de mi semana, a mi nuevo instrumento, la guitarra. Un día le manifesté a Monche que me gustaba el bajo, y me convenció de que, a pesar de lo mucho que lo amaba, era mejor que me quedara con la guitarra, porque el traslado era muy incómodo, especialmente para una mujer. Entonces lo remedió enseñándome a “bordonear” la guitarra y cada vez que tocábamos una canción fácil, me la hacía bordonear y yo me sentía bajista.
Mi abuela paterna, Berta González Salas de Correa, era guitarrista y fue la primera que creyó en mí como músico. Le encantaba que hubiera aprendido a tocar canciones venezolanas en el cuatro, especialmente, “Adiós a Ocumare”, de Ángel María Landaeta y con qué placer la ejecutaba si estaban Pepito y Monche, cosa que no pasaba frecuentemente, porque mi abuela vivía en Caracas y mis maestros asistían en días diferentes. Decidimos entonces hacer un trío. El trío “Pemonán”, Pepito en la mandolina, Monche en la guitarra y yo en el cuatro. Fue este mi primer grupo en serio. Recuerdo la mirada inquisidora de Pepito. No podía equivocarme y, si la pieza era difícil, me iba diciendo los tonos, justo antes de que tuviera que ejecutarlos.
Cuando en los años setenta los Correa Feo nos fuimos a España, por asuntos universitarios de mis padres, cambié el cuatro por la guitarra flamenca y, a nuestro regreso en 1977, me enteré de que Monche había fallecido en 1974. Me dolió muchísimo.
En una oportunidad, a comienzos del siglo XXI, fui a un concierto que daba la Orquesta Sinfónica de Carabobo en el Parque Negra Hipólita y mi mayor sorpresa fue que el artista invitado era Pepito Oliveros. Me le acerqué y lo abracé, pero no me reconoció. Era imposible que se acordara. Tenía 98 años.
Gracias al libro de Aldemaro Romero, “La Música de Carabobo, apuntes”, me enteré de que mi querido maestro, Pepito Oliveros vivió cien años, pues nació en 1904 y murió en 2004. Aldemaro dice de él textualmente: Extraordinario cuatrista y docente de ese instrumento, fue también compositor. Fue el cuatrista más celebrado del estado Carabobo. Monche por su parte, aparece en la Enciclopedia de la Música en Venezuela de la Bigott. Vayan mis recuerdos como un homenaje a estos dos grandes músicos carabobeños.