Emigrar es una aventura. Desde un simple acto de conveniencia hasta una fuga del infierno, entre esos dos extremos pueden situarse las decisiones de salir del terruño. Sea para llegar a una tierra extraña a trabajar, ganarse unos cobres y regresar próspero a la tierra de partida, o para salir de una situación insoportable. En el último caso, la gente no emigra, sino que escapa, como sucede en casos de guerra, genocidio, persecución o hambruna.

Los números gruesos hablan de más de 3 millones de venezolanos que han salido del país desde que el chavismo se instaló en el poder. El 10% de los habitantes, ni más ni menos. Casi la población de Caracas. Es decir, imaginemos que toda la gente que vive en la capital se fue y la dejó vacía. Como si el apocalipsis hubiera llegado a Santiago de León y hubiera acabado con la vida que una vez llenó la ciudad. Mientras, el señor Maduro, mostrando una sensibilidad digna de Mefistófeles, dice que los venezolanos estarían mejor en su país que lavando pocetas en el extranjero.

Los venezolanos emigrados forman un grupo diverso. Muchos salieron antes de la debacle, con un título profesional y hasta una oferta de trabajo en la mano, y hoy viven una vida relativamente cómoda, normal, en Canadá, México, España, Kuwait o Malasia. Otros salieron más tarde, ya con la crisis en marcha, y tuvieron que enfrentar los problemas de una salida apresurada: escasez de trabajo, residencia legal y el aderezo de la inevitable nostalgia. La emigración más reciente es ya una calamidad. La gente busca salir del infierno como sea, a donde sea y sin mirar atrás. Son las colas interminables de refugiados que se ven en las fronteras o los peñeros que salen a riesgo con la esperanza de llegar a Aruba o Curazao.

Un venezolano es presidente de una de las 5 mejores universidades del mundo. Otros tienen un sitio asegurado en el salón de la fama de las grandes ligas. Los hay que llevaron su talento y preparación a cientos de empresas petroleras alrededor del mundo. Pero también vemos doctores repartiendo pizzas, ingenieros sirviendo mesas y, sí, compatriotas lavando pocetas; así como mendigos y vendedores de calle, buscando la solidaridad que el régimen chavista hace tiempo dejó de brindarles.

El factor común de los emigrantes que huyen de esta ribera del Arauca es el hartazgo con un país que dejó de ser vivible, excepto para unos pocos miles de privilegiados –la mayoría, se imagina uno, enchufados- que tienen el dinero, las escoltas y el estómago para soportar lo que ocurre en Venezuela. El resto de los habitantes sobrevive, se encierra en su casa para que no lo quiebren los hampones o se muere de mengua. Definitivamente, lavando pocetas, con dignidad, se está mucho mejor.




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