Entre las múltiples víctimas mortales de la dictadura chavista están las instituciones. Venezuela nunca se ha distinguido por una vida institucional saludable y a prueba de trampas, pero lo que se ha hecho en las últimas dos décadas supera cualquier escenario medianamente bizarro. En este lado del Arauca se regresó a la ley de la selva, al capricho del caudillo, al béisbol chino; en síntesis, a la negación de la civilidad como sistema de coexistencia.

Cuando se afirma que la vida institucional venezolana no era precisamente un dechado de virtudes, es porque tanto los rasgos sociales como la historia lo sugieren. En un país donde la afiliación es una motivación dominante y en el que la mayoría de la gente prefiere mentir con tal de proteger al pana criminal (encuesta de finales de los 90; sin contar 20 años de “revolución”), el respeto por la constitución, las leyes y las normas está siempre bajo constante amenaza, tanto de los gobiernos como de una cultura que se resiste a los límites que impone la aburrida y reglamentada vida democrática.

Uno de los mayores sablazos -de todos los ocurridos cuando el país era una República- sucedió con el juicio y destitución del presidente Carlos Andrés Pérez, a principios de la década de los 90. El deseo de encontrar un chivo expiatorio que pagara por una crisis que comenzó a finales de los 70 (y cuya culpa habría que atribuírsela a la sociedad entera), la motivación de poder y la convergencia de ambiciones de buena parte de la élite local, se sumaron para promover un proceso que se saltó todas las normas y protocolos que marcaban las leyes. Con la salida de CAP -y con el precedente que se estableció- se abrió un boquete en la institucionalidad que terminó por despejar el camino para la llegada del caudillo salvador y de la destrucción que fue su compañera de viaje.

El chavismo, fiel al ADN de montonera, comenzó su gestión con la convocatoria ilegal –que nadie se atrevió a negarle- para una Asamblea Constituyente, y de ahí continuó su gran marcha de tierra arrasada (la mayoría del tiempo con el aplauso del soberano, valga decir). El caos de hoy refleja el resultado previsible de una serie de eventos que no sucedieron por casualidad. Unos eventos suficientemente notables para poner en duda la fibra democrática del colectivo que aplaudió el derrocamiento de Pérez, y luego votó y apoyó –por demasiados años- a la dictadura.

Las instituciones no son nada sin la gente que las administra: todos los papeles, leyes, normas y reglamentos son inútiles cuando los que mandan llevan en la cabeza la decisión de no respetarlos. Dentro del tantas veces repetido mantra “fortalecer las instituciones” solo cabe el mandato de poblarlas con gente que las respete. Las leyes, la ética y los valores morales ya existen y se conocen. Lo difícil, al menos en Venezuela, es encontrar quien los cumpla y los haga cumplir.

En un ejercicio imaginario, al cese de la usurpación un gobierno interino e inexperto deberá, para empezar, atender las demandas urgentes de la población por agua, luz, comida y medicinas. Las empresas estatales –que alguna vez generaron valor y servicios- estarán quebradas o al borde del colapso, luego de ser vaporizadas por el régimen. Con este panorama, el aparato completo de negocios oficiales (PDVSA, las empresas de Guayana, las proveedoras de servicios públicos y todo lo que fue expropiado) debería privatizarse. Por completo. De la A la Z. Un país con debilidad institucional crónica (y, hoy, sin instituciones) no debe poner la gestión de sus riquezas en manos del Estado. Por puro sentido común.




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