Pocas nociones son tan dañinas para la literatura como la de las “lecturas obligatorias”. Allí, en esos precarios intentos del bachillerato, suele comenzar una relación conflictiva con los clásicos, que por desgracia se extiende a lo largo de toda la vida. Tal es el repudio hacia estos libros que en el imaginario colectivo figuran como mamotretos aburridos sin utilidad alguna.
Es evidente que hay excepciones y que mi propio concepto dista mucho de aquellas etiquetas. Pero considero que si queremos preservar su vigencia debemos cambiar por completo la forma en la que los estudiantes abordan la literatura en general.
Y es que uno se pregunta, luego de haber leído algunos de estos ejemplares, ¿quién piensa que un muchacho de liceo puede comprender y disfrutar de Cien años de soledad en toda su extensión? ¿Alguien considera que un adolescente venezolano de hoy en día tiene la disposición para sentarse a leer las más de 1000 páginas que constituyen las buenas ediciones del Quijote?
Me atrevería a decir, incluso, que no es una cuestión de los tiempos modernos, sino que en ningún momento de la historia los jóvenes han podido abordar la profundidad y vastedad de los clásicos. Y está bien, porque a los 14 años no se piensa muy a menudo en los problemas estructurales de la sociedad latinoamericana, sino en fútbol o en fiestas. Lo normal, básicamente.
También hay que admitir que la realidad que han creado la tecnología y las plataformas digitales desfavorece muchos hábitos positivos. Los niños de hoy en día viven en un entorno plagado de estímulos potentes que tienden a desarrollar adicciones. Por supuesto, el placer que genera una buena lectura no tiene los mismos efectos que el subidón de dopamina de dos horas viendo TikTok.
No obstante, a pesar de que el panorama es desolador, creo que hay soluciones posibles para reconciliar a los muchachos con el mundo de las letras. El primero de ellos es una aproximación menos brusca y, paradójicamente, más placentera. Los maratonistas novatos no pueden iniciar en su disciplina con trayectos de 42 kilómetros; de esa misma forma, los nuevos lectores no pueden tragarse la Ilíada como primera obra.
De hecho, quienes disfrutamos de este mundo, por lo general, iniciamos con títulos menos elevados, pero relacionados a temas que nos producen interés. Recuerdo con mucha claridad, por ejemplo, ir a los 12 años a la Filuc con mi papá y mi abuela, y traerme unos dos o tres libros de béisbol, que por aquellos días era mi pasión absoluta. No los leí completos, debo confesar, pero como mencioné, esto se trata de abordajes que permiten quitar el miedo a lo que consideramos “literatura de calidad”.
También hay que tomar en cuenta que los muchachos suelen repetir las cosas que ven en el hogar. En otras palabras, es difícil que los adolescentes sean lectores si sus padres o abuelos no lo son. Con los años, estos dos factores terminan por convertirse en una semilla que tarde o temprano germinará y dará buenos frutos... Aquellas primeras lecturas placenteras irán mutando; el estudiante querrá leer más sobre ese mismo tema y luego sobre otros temas, hasta que alguno de esos autores nuevos lo lleven a desembocar en el nutrido afluente de las obras clásicas, que esperarán pacientemente por él sin perder su esplendor. Y, sin dudas, lo convertirán en un mejor ciudadano.