Respetar las creencias religiosas, al igual que las no religiosas es una cualidad esencial que debe estar presente en la formación democrática, en la maduración de valores y principios, y en los derechos humanos de toda persona y sociedad. Pensar que la creencia religiosa particular de alguien es lo supremo y máximo de la verdad, y un derecho por sobre todos los derechos de los demás, es una muestra de soberbia y violencia, más propio de sectas y pandillas, que de opiniones personales y de credos sociales. Tanto derecho debe existir para quienes crean, y lo que crean, que para los que nada, en absoluto, crean. Igual que lo que pudo ocurrir sobre nosotros, durante nuestra temprana infancia, cuando no éramos conscientes de las imposiciones que otros (padres, gobiernos, sectas) hacían sobre nosotros, al insistir en repetir, a su vez, lo que hicieron sobre ellos sus antepasados. Millones de personas en el mundo no pueden emanciparse, aun cuando lleguen a tener alguna duda sobre sus creencias.

Es decir, que no pueden ni siquiera preocuparse de su condición ideológica. A otros millones les han creado un velo, una tapa o coraza sobre sus pensamientos, sobre sus creencias, para que nadie los toque, para que no se den cuenta de la esclavitud en que les mantienen ideas que no escogieron, por las que no les consultaron, y con las cuales han sido forzosamente educados. Ideas que, a lo sumo, les “vendieron” como verdades, como las más puras, las más sabias, las mejores…

Saludemos, por ser sana, madura y natural, de hermandad y amistad, alguna opción que orienten hacia nosotros quienes no practican alguna creencia tradicional. ¡Es un derecho libertario! Porque, tratar de cambiar compulsivamente creencias por otras que no nos gusten, o imponer por la fuerza otras a los no creyentes, engañándoles, confundiéndoles, haciéndoles sufrir con promesas de castigos y miedos, o chantajear con repercusiones negativas en la vida personal y social, o mirarles con desprecio, es una prueba evidente, dolorosa y humillante de fanatismo ideológico, y de tendencias fascistas, persecutorias, en algunas sociedades humanas. Es un comportamiento inaceptable para cualquier sociedad democrática. ¡Y cuánto hay de todo eso absurdo impositivo en este mundo del siglo XXI!

Los seres humanos avanzamos pronto en nuestro desarrollo histórico, ideológico y social; y el sentir de las necesidades libertarias nos condujo a desarrollar la poderosa idea de libertad, como ejercicio teórico y práctico de la soberanía personal y de los pueblos, y para que existiera también en la “tierra de los sueños”, de nuestros sueños y esperanzas, como beneficio y progreso de todos.

Con libertad, ni ofendo ni temo”, fueron sólo seis palabras orientadas hacia el respeto de los demás, hacia el equilibrio entre la acción y las reacciones, dentro del marco de la libertad humana integral. Vale recordar que esta frase-leyenda hermosa, fue ordenada por el prócer uruguayo José Gervasio Artigas, en el año 1815, para que fuese colocada en el escudo de armas de la Provincia Oriental del Uruguay, actual Republica del Uruguay. Cualquier intento de tronchar la libertad, tal como aparece en esa expresión, es como si nos limitaran o quitaran el oxígeno que respiramos. Sin libertad incondicional de expresión y de creencias, ese pensamiento en nada nos sirve. Nadie que se crea libre puede amar cadenas que le hayan puesto, aunque sean de oro puro. Es así como debemos entender nuestra libertad, porque las cadenas de la esclavitud solamente nos atan de manos, y nos llevan a prisiones; pero es nuestra mente, nuestro pensamiento, lo que nos hace libres o esclavos. La libertad no nos viene desde adentro; la elaboramos en nuestra intimidad, dentro de nosotros, por nosotros mismos.

“Detesto lo que escribes, lo que lees, lo que haces –algo así señalaba Voltaire, el filósofo y escritor francés–, pero daría mi vida para que pudieras seguir escribiéndolo, leyéndolo y haciéndolo”.




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