Yoerli Viloria/Diario de Los Andes
Las siluetas de mis padres, junto a mis dos pequeños sobrinos, se iban borrando ante mis ojos, mientras el carro que me arrancaba de mis raíces me alejaba, en mi cabeza las ideas pesaban y mucho, resistiendo la tentación de recostarla contra el vidrio, aun cuando el cansancio y la nostalgia me halaban.
Así es como recuerdo el día en que salí de mi casa, rumbo a un nuevo y distinto destino y con solo una maleta, cuyas pertenencias reclamaban la mitad del espacio compartido. Siete horas, cerca de 15 alcabalas e igual número de “pégate a la derecha” nos costó llegar a La Fría, antes de cruzar por uno de los caminos verdes, conocidos como trochas.
En cada alcabala los efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana y Policía Nacional pedían “la colaboración”, previamente acordada con los choferes que acostumbran transportar pasajeros. Entre 10 o 20 mil pesos colombianos valía el pase de “siga” sin perder el tiempo revisando maletas, aunque hay alcabalas en donde operan diferentes organismos de seguridad y a cada uno se le debía dar su colaboración, o no pasabas.
Cada cierto tiempo, a orillas de la carretera se veía a mujeres que, en lugar de ofrecer café como en otros tiempos, vendían gasolina en botellas de refresco. “Aproveche mi don, te doy seis litros por 20 mil pesos”. Mientras más cerca de la frontera o más lejos del corazón de Venezuela más se abarataba el costo del carburante bachaqueado por el que se sufre en todo el país.

Me pagas o te parto a los pasajeros

El punto más álgido, además del encuentro cara a cara con los guerrilleros, fue en la alcabala de La Tiendita (Coloncito). La negativa del conductor a pagar 30 mil pesos motivó la irá de un guardia, quien sin ningún disimulo peleaba con el chofer exigiendo el pago, mientras frenéticamente manoseaba todas nuestras pertenencias dispuestas como un plato frío sobre una mesa. “Tú si eres arrecho, llevas tres pasajeros y quieres pagar solo por dos, si no me colaboras con los 30 mil te voy a joder a los pasajeros, te voy a partir los pasajero”, gritaba.
“Usted a mí no me parte ningún pasajero, vamos a ver quién es más arrecho”, respondía el chofer, a quien sus movimientos nerviosos delataban debilidad. “Venga conmigo”, le gritó el guardia a mi novio, el único pasajero hombre. Cerca de 10 minutos interminables transcurrieron para mí mientras en el interior de una habitación, dispuesta en el comando, el guardia intentaba fallidamente intimidar para ver si en lugar de los pesos conseguía algunos “verdes”.
Treinta mil pesos que finalmente entregó el chofer y algunos gritos y manoteos después, nos permitieron seguir el camino a ese pueblito casi fantasmal donde el calor mantiene desiertas las calles. Un galpón clandestino fue nuestra primera parada, los mismos abundan en el lugar donde sus residentes, de rasgos rudos y modales ásperos, se dedican al cruce de venezolanos por las trochas como medio de sobrevivencia.

El encuentro con los guerrilleros

“Lo primero que les voy a decir es que apaguen los celulares si no quieren que los piquen, no se queden mirando a los guerrilleros y si preguntan, vamos todos para Cúcuta, menos una viajera, que eres tú”, concluyó el trochero al voltear a mirarme, a todas éstas ya nosotros estábamos sobre las ruedas de un vehículo rústico 4×4. Así inició nuestro bamboleo de hora y media por el estrecho camino de tierra, los saltos que generaban algunas piedras y desniveles te alineaban cualquier chakras.
Las primeras tres alcabalas dentro de la trocha estaban controladas por militares venezolanos-  “Te pago de regreso”, le gritaba el trochero a los verdeoliva entre risas y en el marco de la confianza. “Pero me traes un paquete de pañales para mi chino que está pequeño”, alcanzó a exigir uno de los funcionarios en la última alcabala.
El punto tan esperado llegó a mitad de camino, después de varios avisos en el paso que mostraban la señal de prohibido el uso de celulares. Doce civiles armados, de tez oscura, la mayoría con chalecos antibalas y armamento bélico, entre los que destacaban los fusiles M16, custodiaban un punto de control improvisado, la mayoría se encontraba abordando un vehículo que había llegado antes que nosotros, otros aguardaban debajo de una especie de choza.
Dos de los hombres rodearon la camioneta. El que parecía el jefe nos dio un breve vistazo sin dar chance al más mínimo espacio para generar empatía, sus ojos y rostro sin expresión se posaron sobre la pequeña de 8 años que había salido desde Venezuela con nosotros, “¿Pa’ dónde vas?, ¿Quién es tu mamá?, ¿Está segura?”, fueron algunas de las preguntas con voz fuerte que casi hicieron llorar a la pequeña. Yo aunque trataba de mirar al frente, no podía evitar registrar la escena y temer por ella.
Tras el escrutinio de la partida de nacimiento de la niña, que horas antes había dormido en mis piernas, pudimos continuar “gracias a que los guerrilleros estaban de buenas”, como nos explicó el trochero, ya que ante el aumento de casos de secuestros de niños venezolanos que pasan por las trochas, ellos impiden el paso de los pequeños que no cuentan con el permiso de salida ambos padres.
“Pero eso sí, esta gente es más gente que los paracos, los paramilitares si son más peligrosos, esos si pican gente”, lanzó el trochero en favor de los guerrilleros, a quien también les atribuyó que nada se pierde y nadie roba a nadie por esos parajes de la vida. La última alcabala antes de llegar a Cúcuta era de policías colombianos, a los que también les tocaba una colaboración por permitir el ingreso al hermano país neogranadino.
Dieciocho horas en bus desde Cúcuta a Bogotá sucedieron a lo que todos consideraban la peor parte del viaje ya pasada. Dos fallas mecánicas ralentizaron el bus que estaba repleto de venezolanos, en su mayoría sin pasaporte o permiso de ingreso a Colombia, y que llevaba gente sentada hasta en el pasillo, pero así llegamos. Mi travesía antes de dejar el aeropuerto, donde te revisan hasta el apellido, cerró con la historia tan particular del taxita que me llevó hasta El Dorado.
“Yo trabajaba con gente que transportaba droga a Venezuela cuando Rafael Caldera”, me soltó junto a casi todas sus andanzas y parte de su vida, resumidas en dos horas de camino debido a las colas que se forman por el tráfico en la ciudad. Rutas y demás se perdían en mi cabeza mientras yo me angustiaba por lo que le esperaba a mi vida luego de subir al avión.
«Tranquila que en otro tiempo si la hubiese secuestrado”, me dijo el señor de edad avanzada tras rechazarle un café que compró en una esquina sin bajar de carro. Confieso que en el fondo me daba un poco de risa, no sé si por los nervios generalizados, pero en fin, al momento de dejarme afuera del aeropuerto extrañamente sus ojos se aguaraparon y yo no pude evitar pensar en la figura de mis padres aquel día que me despedí mientras me alejaba.



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