La inmensa mayoría del pueblo venezolano apenas puede sobrevivir en medio de la catástrofe humanitaria que padece. Por eso luce creíble la cifra de siete millones de emigrados, recién planteada por la OEA.

El salario mínimo ronda un dólar y medio, en una economía dolarizada a las patadas o con crueldad, porque el precio del trabajo, es decir, el salario, sigue siendo, en general, en la derretida moneda nacional, el Bolívar, mientras la verdadera moneda es el dólar del vituperado Imperio.

Eso no tiene que ver con las denunciadas sanciones, sino con el caos generado por la hegemonía despótica y depredadora: un turbomotor de miseria, manipulacion y sojuzgamiento de la nación.

Los productos de la cesta básica alimentaria son inalcanzables para la gran mayoría, y ni hablar entonces de otros bienes y servicios que son fundamentales. La idea de distorsión es insuficiente para denominar el abismo entre la inflación indetenible y la capacidad adquisitiva de la población, con escasas excepciones.

Pero todo esto, amable y paciente lector, lo conoce al dedillo porque lo sufre día a día. En Venezuela no se vive con mínima dignidad sino que se sobrevive con máximo dolor.

Y no hay derecho a ello. No lo hay. Al contrario, lo que debe prevalecer es el deber de luchar para alcanzar la vida humana, digna y justa que merecen los venezolanos.




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