insonmio del hambre:colas en supermercados
Los venezolanos duermen en la calle, frente a los supermercados, para comprar alimentos a precios regulados. Foto: Saúl Zerpa

 

UNO

Esta historia no comienza de noche. Su origen es un día cualquiera en la casa de Natalia, vecina de Puerto Cabello. Hoy ha venido al Hiper Líder de San Diego por una sencilla razón: en Santa Cruz no se consigue nada. Ha emprendido un viaje de 48 kilómetros. Una espera de más de ocho horas. No tiene cómo seguir inventando excusas para que Adrián, su hijo de nueve años, no pida más comida de la que ya hay en la nevera.

—¿Mami, y hoy no hay pollito?

—No, hijo. Eso es lo que hay, responde angustiada, desencajada por la realidad.

Cuando en casa de Natalia se come granos un día, el pollo y la carne quedan para el siguiente; y viceversa. Adrían, único varón y menor de los tres hermanos, es el que más entiende la crítica situación familiar. Aunque a veces le gana el estómago. Le pregunta a su mamá si puede agarrar una rebanada de mortadela extra. Obtiene como respuesta una explicación tan lógica como dolorosa: es el relleno de la arepa de mañana.

Este año no habrá estreno de útiles escolares. Natalia apenas tiene el dinero con el que comprará comida en unas horas en el supermercado. Mientras, aguarda acostada en la acera sobre unas telas. “Venezuela ya no es nada. Le digo a mis hijos que no importa que no haya útiles, que lo que necesitan es su mente, un lápiz y un cuaderno”. Ya no queda mucho por hacer en el país de la inflación más alta del mundo y de la escasez de alimentos en 80%”.

Es hambre. No hay otra forma de definirlo. Natalia hace su última apuesta en el Hiper Líder, donde me la consigo de madrugada. El día anterior gastó tres mil 500 bolívares en un kilo de pasta a precio de revendedores. La comieron sola o “pelada”, como ella dice. “Solo en quincena puedo comer bien porque compro a los bachaqueros. Allá en Santa Cruz todavía estamos esperando las bolsas de comida”.

Avanza la madrugada. Ya es la 1:26 a.m. Una patrulla de la policía de Carabobo entra por la calle de servicio. Un hombre con un morral verde a cuestas, una gorra y un suéter azul se acerca por la ventana de la camioneta blanca rústica Toyota. Adentro van cuatro policías. El hombre saca un paquete de billetes de 100 bolívares, cuenta algunos y se los da al copiloto. Le prende un cigarrillo al funcionario y la patrulla se va. Es una escena que Natalia ve a diario. La semana pasada estuvo madrugando en Kromi. Llegó y aunque era la segunda en la cola terminó de 372 por las mafias de compra de puestos y la anuencia, e incluso complicidad, de los policías y guardias. “Esta es la vida del pobre, ¿qué va a hacer uno?, esto es lo que le gusta al venezolano: llevar golpes. Se te va la vida haciendo cola”.

 

DOS

Ivette está en la cola de los sandieganos. Tiene un mes viniendo cada martes. Desde hace unos cuantos le acompañan tres “amigas de cola”. Ahora se vienen juntas por seguridad. Alfredo las pasa buscando en su carro a las 9:00 p.m. de cada lunes para que acompañen a su esposa. No están dispuestos a comprar los cupos, pero conocen la tarifa: mil 500 bolívares si quieres pasar directo al estacionamiento del Hiper Líder, última alcabala para pagar. Y dos mil si necesitas pasar al supermercado directo sin hacer cola. “Los policías tienen su mafia, se reparten la cochina (botín) y hasta se turnan”.

luego de la espera, que a veces se extiende hasta 14 horas, podrían terminar con nada

Su drama es todavía aceptable. En otros supermercados de San Diego la compra se hace por sorteo. Es decir, luego de la espera, que a veces se extiende hasta 14 horas, podrían terminar con nada. A Ivette, Carolina, Alfredo y su amiga les pasó tres veces, hasta que decidieron visitar Hiper Líder. No solo porque llegan más productos, sino porque la organización es mejor. Pero principalmente porque allí el hambre no es cuestión de azar.

2:18 a.m. ¿Qué tiene a esta gente atada a Venezuela todavía? La crisis se desborda por todos lados. Es imposible no preguntarlo. Resulta que Ivette ya tiene un hijo viviendo en Buenos Aires, los dos que aún le quedan en Venezuela tienen la mirada fija en Canadá. Ella y su marido son los únicos de la familia que no se quieren ir. Aunque la plata no alcance. “Hace meses todavía podíamos comprar a precio bachaquero, pero ya es imposible, tendrías que ganar más de 600 mil bolívares para poder vivir”, dice Alfredo. El hijo de Carolina tiene nacionalidad chilena. Es apenas un bebé y parece que vino al mundo con un carné de ventaja sobre los demás. Su futuro es claramente más promisor.  Pero falta el aval del padre, que tras la separación se ha negado a firmar el permiso de emigración.

-¿Qué hora es?, pregunta el grupo.

-2:22 a.m. Ya falta poco.

-¿Poco para qué?

-Para que empiecen a decir “todos para atrás” (risas)

De momento es incomprensible a qué se refieren. Pasan 20 minutos y el país parece que también se sentó en los bancos a hacer cola. Es el tema de conversación obligado. Un grupo está casi de último con sillas plegables, pijamas y frazadas. “La manera de salir de esto es la calle. No podemos seguir regalando petróleo a Cuba, ¿el revocatorio? ¡yo no creo en eso!”, dice una mujer.

Faltan seis minutos para las 3:00 a.m. Natalia, la porteña, yace dormida cerca de la entrada del supermercado. A través del ventanal se ve que está justo frente a la caja “14”. La mujer se junta con otras en el piso. Así no siente tanto frío. Comparten también las sábanas y con toda seguridad la indignación. A su lado, una muchacha con nueve meses de embarazo descansa para lo que viene después.

 

tres

La cola genera ocio, casi tanto como hambre. Con algo hay que pasar el rato. Se escuchan los gritos más adelante. No están vendiendo cupos ni organizando números, sino jugando cartas. Otros se llevan cartones de bingo. La mayoría prefiere dormir. “Café, cigarro, café” es la música de fondo de los vendedores ambulantes.

La imagen de Javier Díaz en el piso es conmovedora. No porque sea discapacitado, sino por lo cansado que se ve. “Maduro tiene que escuchar al pueblo”. Tiene una prótesis con la espuma desgastada en la rodilla, justo antes de la amputación. Hacer cola es la única manera de ayudar a sus dos hijos. “Nos están matando de hambre”, resume Rafaela Rodríguez, en la cola de la tercera edad. Le enfurece escuchar que el Gobierno dice que no hay crisis alimentaria y que Venezuela, según la canciller, tiene comida para tres países.

La cantidad de personas desafía las leyes de la física: literalmente van unos encima de otros

El esposo de Ivette tenía razón. “Ahorita está suave, espérate a las 5:00 a.m. para que veas cómo se pone esto”, había dicho más temprano. A las 4:38 a.m. llega un autobús. La cantidad de personas desafía las leyes de la física: literalmente van unos encima de otros. Quienes se bajan por la puerta más cercana al chofer corren, incluso con niños en brazos, hacia la parte delantera de la cola. Ya tenían el puesto guardado. Quienes se bajaron por la puerta trasera hicieron la fila detrás. Desde entonces la imagen no dejó de repetirse: los autobuses dejaban la parada del Hiper Líder vacíos: a las 4:41 a.m. y 13 minutos después seguía ocurriendo. Era incesante.

 

CUATRO

Dios se hace presente en la cola. Un evangélico empieza a predicar a través de un megáfono. El grupo de Ivette y Alfredo se ríe. “Te lo dije”. Va desde lo último de los 350 metros de cola en adelante. Su mensaje me deja impresionado: “Bienaventurados los que creen sin ver”. No podría estar más en lo cierto: esas personas, más de 472 -cifra en la que ya no pude seguir contando por la cantidad que se bajó de los autobuses- espera horas sin saber con qué saldrá del mercado. La incertidumbre, en Venezuela, es un alimento.

Ya todo el mundo está de pie. La pasividad se esfumó. Son las 5:20 y se desata la algarabía. En las partes iniciales de las colas de tercera edad, sandieganos y foráneos hay amenazas. La policía llega para recoger las cédulas mientras el sol despunta en el horizonte.

Hace ocho meses que un grupo de vecinos instaló el voluntariado de los consejos comunales. Llegan 24 al Hiper Líder a pedir la constancia de residencia y determinar quién pasa. “Échense para atrás”, gritan insistentemente para evitar el cuello de botella en la entrada. María Moreno, coordinadora, cuenta que lo hacen en turnos de tres veces por semana. Estaban cansados de los atropellos. Sobre quienes llegan en la madrugada a ponerse al frente, reconoce que aún es asunto pendiente. La recompensa de este grupo no es monetaria: consiste en pasar primero el día que les toca.

Harina PAN, crema dental y jabón de baño. No le alcanzará a Natalia para reponer la pasta que compró a los bachaqueros. Ni a Ivette para convencer a sus dos hijos de que la crisis está superada. Pero a estas alturas no cabe arrepentimiento. Apenas van seis horas y 49 minutos de este martes. Mañana será otro día en una ciudad de un país en el que ya no se duerme.

 




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