Había estado en la plaza de la revolución por última vez. Por lo menos eso esperaba, porque caído el máximo jefe, ahora debería venir una suspensión inmediata del terror. Jaques, un profesor de Lyon venido a menos, sin trabajo y habitante temporal de Paris, había visto de todo. Salió huyendo de su ciudad natal cuando Fouché y Collot estuvieron pacificando ahí a punta de metralla. Como no tenían suficiente tiempo para guillotinar a todos los enemigos de la revolución, los ametrallaban a orilla del rio. Y él, profesor de historia, estaba en la mira por haber criticado las acciones el gobierno. Había huido y paró en Paris, donde si bien la revolución era más fuerte, también era fácil pasar de incognito. En la capital se dedicó al comercio menor. Fue cuando decidió anotar todo lo que veía, como subían y bajaban del poder los alzados contra el Rey, los hechos y sus consecuencias. Primero fue la convocatoria a los Estados Generales, el gran error de Luis VXI. Luego fue líder Lafayette con su aura de héroe de América, y comandante de la Guardia Nacional. Pero él quería al Rey y por eso continuó en el trono, cediendo poder. Monarquía constitucional y el Rey hasta juró por la Constitución. Pero los demonios estaban desatados. La toma de la Bastilla, luego lo de las Tullerias, habían mostrado que el Rey no era necesario. Tocó a los girondinos manejar la situación, y luego vino lo peor. La ejecución de Luis XVI, ahora ciudadano Capeto. Llegó la República. Un mar de sangre.
Jaques caminaba por una calle pequeña poco transitada. Era la costumbre. Que nadie lo viera, que no lo tomaran en cuenta. Entre más anónimo mejor. Venía de ver guillotinar el grupo derrocado. Ventidos, revolucionarios ayer, traidores hoy. Ahí estaba el joven Saint Just, y Couthon. El penúltimo fue Robespierre y hasta que no vio como le cortaban la cabeza, no se sintió tranquilo. Increible cómo la revolución acababa con sus propios líderes. El incorruptible venía medio desmayado, con la quijada sostenida por un trapo que rodeaba su cara. En la madrugada había recibido un pistoletazo en la cara que le había partido el hueso. Lo bajaron entre dos, y cuando subió, el verdugo Sansón le quitó el trapo. Robespierre no pudo decir nada. El jefe del terror ahora estaba muerto. Y con su desaparición llegaba un respiro para miles de presos.
Mientras Jaques llegaba al hotelito donde se hospedaba, pudo observar la gente en las calles. Había como un ambiente menos trágico, se sentía que la angustia colectiva comenzaba a disiparse. La revolución se había congelado y ahora parece que comenzaría a derretirse. “La verdad, la revolución comenzó a deshacerse desde el momento en que Danton fue llevado al cadalso. Si alguien había impulsado el movimiento había sido él. Estuvo en todos los momentos importantes. Fue ministro de Justicia, miembro del Comité de Salud Pública, fundador del Club de Los Cordeleros y sobre todo líder del pueblo de París. Entre Robespierre y Danton estaba Camille Desmoulins, periodista y gran agitador. Era amigo de Robespierre de muchos años atrás, y luego se convirtió en el segundo de Danton. Editaba “La Voz del Cordelero”. Danton fue desplazado del Comité de Salud y se marchó al campo. Pero hasta allá fue a buscarlo Desmoulins. Y volvió. Entonces se produjo la batalla ente Robespierre y Danton. Aquel ya era el jefe del comité, y desde ahí manejaba a su antoja al tribunal revolucionario. Centenares de presos eran juzgados, casi sin defensa. No sólo los monárquicos o alzados en las provincias, que los había. La mayoría era por delaciones, por disentir o criticar las medidas del gobierno. Cerca de mi hotelito pusieron preso a un panadero porque criticó el control del precio del pan. Y así muchos”.
–Danton, ante el terror desatado, protestó y creó un comité de indulgencia. A él, a Desmoulins y su grupo, comenzaron a decirle los indulgentes. Los acusaron de ser de derecha. Y el tribunal revolucionario siguió llevando a inocentes a la guillotina. El terror era el arma de Robespierre. A Danton le avisaron que le estaban montando una celada, pero no se quiso ir. Dijo a Camille que usaría el banquillo de los acusados para convertirse en acusador. Y en las primeras de cambio eso funcionó. El tribunal no sabía qué hacer. Danton con su oratoria y su carisma tenía a la audiencia de su lado. Más de uno había salido de allí alegando su inocencia con sus discursos, pues más valían las argumentaciones políticas ante un tribunal que no tenía nada de jurídico. Así se habían salvado de la guillotina líderes como Marat, o aquel general americano llamado Mgiranda. Fue Saint Just quien ideó la trampa. En medio de la apoteosis de Danton, entregó una nota al presidente del tribunal. Suspendida la audiencia por nuevas pruebas.
Jaques estuvo presente cuando exhibieron la supuesta carta, atribuida a la esposa de Desmoulins, donde abiertamente conspiraba para devolver el gobierno a la monarquía, al heredero del trono exiliado en Londres. El profesor se lamentaba de la ingenuidad de la gente ante la patraña. ¿Cómo se podía creer que alguien tan cercano a Danton y Desmoulins, su propia esposa, iba a escribir para conspirar contra el gobierno? Pero el asunto fue aceptado por aquel tribunal sometido a la voluntad de Robespierre, quien sólo quería sacar del camino a su rival. Danton alcanzó a vaticinar que Maximiliano lo seguiría pronto en el patíbulo. Después esa ejecución, Robespierre no tenía oposición. Las cabezas cortadas se multiplicaron. Frente a la guillotina aparecieron dos nuevos personajes: Uno para limpiar la sangre acumulada en el piso de madera, y otro que ayudaba a lanzar los cadáveres sin cabeza a las carretas que iban a la fosa común. Y ese terror se extendió hasta la propia Convención Nacional. Entonces se montó la conspiración, esta vez cierta. En julio de 1794 Robespierre tomó la palabra para acusar de nuevo. No hubo aplausos y en cambio se sintió la reacción. Todos temían por sus cabezas. Se alzaron entre gritos y amenazas. Ordenaron su detención por votación mayoritaria. Saint Just logró sacar a su jefe y llevarlo a la municipalidad, donde la Comuna de Paris era fuerte. Luego llegó Couthon, paralitico, cargado por un soldado leal. No pudieron proteger a Robespierre y en la madrugada tropas de la Convención entraron a sangre y fuego y apresaron a los líderes caídos. Ese mismo día, sin derecho a la defensa, fueron llevados a la guillotina. Le dieron a Robespierre su propia medicina, aplicando su Ley del 22 del Pradial, que admitía juicio sin abogado defensor, ni testigos.
Jaques llegó a la posada. Subió a su pequeña habitación, y como hacía siempre, constató que su cuaderno estaba en el escondrijo, un hueco en la pared tapado por un viejo cuadro. Esta vez sacó el librito y se dijo que era hora de sacar cuentas. Allí tenía anotadas las cifras de los muertos de la revolución. Entre todo junio y el 28 julio de 1794, día del ajusticiamiento de Robespierre, se contaban 1300 guillotinados sólo en París. En la capital, por el terror desatado en el último año, los ejecutados llegaban a tres mil. Y eso era poco si sumaban los abatidos en toda Francia desde que se habían convocado los Estados Generales en 1789. Cinco años y cuarenta mil muertos, sin contar bajas en la guerra. Todo por contradecir y oponerse a los nuevos gobernantes. Enemigos, conspiradores, disidentes, como se les quisiera llamar. El común denominador era oponerse a las ideas y acciones del gobierno. Ahora casi todos los líderes estaban muertos por mano de su propia revolución. Entonces Jaques pensó que llegaba el momento de regresar a su ciudad. Quizás podría volver se profesor.
@fabiosolano




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