Si el gobierno de uno sirve al interés de éste, se vuelve tiranía. Si el gobierno de unos pocos, en principio los mejores, sirve a los ricos, degenera en oligarquía. Cuando la democracia, gobierno de todos, cultiva y lisonjea a los pobres, se degrada en demagogia.

Más de dos mil años antes de Cristo, Aristóteles describió en La Política, la perversión de las formas de gobierno y para evitar sus riesgos y si se presentan, curarlos a tiempo, insistía en un gobierno moderado, no digamos perfecto que es imposible, pero sí practicable. La moderación del poder la da combinando las formas, en una distribución que se anticipa veinte siglos a Locke y a Montesquieu en la idea de separación de poderes.

Lo que no podía adivinar el filósofo griego, es que el ingenio humano inventaría una forma que combinara las decadencias perversas de las tres y reuniera la tiranía, la oligarquía corrupta y enriquecida y el ruinoso caos de la demagogia. Imposible que hubiera leído la Historia del Comunismo del profesor de Harvard Richard Pipes o Iron Curtain de Anne Applebaum, lo cual no le hubiera sido necesario de haber vivido las experiencias del socialismo real en los países del Centro y el Este de Europa, Asia, América Latina e incluso África donde se implantó con invariable fracaso. Y allí donde ha sobrevivido, a veces reformado hasta lo irreconocible, uno puede preguntarse cuánto habrían progresado esos países si no hubieran sido gobernados de ese modo por tanto tiempo. El contraste entre las dos Coreas o las dos Alemanias aporta el caso más evidente.

Entre las anticipaciones más certeras está la de León XIII en Rerum Novarum. Es 1891, veinticinco años antes de la Revolución Rusa y la instauración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Ningún país había implantado la dolorosa experiencia que hoy conocemos y el pontífice escribió: “Además de la injusticia, se ve con demasiada claridad cuál sería el trastorno y perturbación en todos los órdenes de la sociedad, y cuan dura y odiosa sería la esclavitud de los ciudadanos, que se seguirían”. Se abre “la puerta para los odios mutuos, para las calumnias y discordias”. Se quita “todo estímulo al ingenio y diligencia” personal hasta secar las fuentes de la riqueza, con secuela de “miseria y abyección” generalizadas.

La encíclica, alegato ante la injusticia social, ve claramente el peligro de lo que sería una concentración de las tres degeneraciones diagnosticadas por Aristóteles.




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