No se debe decir un futuro mejor, porque ello implica que el presente está bien, y que puede mejorarse. Lo cuál, obviamente, es falso. El presente de Venezuela es catastrófico, y para que el futuro llegue a ser bueno o positivo para el país, tiene que ser distinto al presente, y distinto de raíz, es decir: radical.

Esta afirmación es pertinente por dos motivos básicos. El primero, por los que están satisfechos con el poder que ostentan en el presente, y sólo desean continuismo, a costa de lo que sea. Se trata de los mandoneros de la hegemonía y su repertorio político y económico de beneficiarios. Y no me refiero a los que reciben migajas sino a los que se hinchan con la depredación.

El segundo motivo es por los que abogan por cambios incrementales, o sea, muy piano piano, casi imperceptibles, que no llevan a ningún «lontano», sino que colaboran en darle más y más tiempo a la hegemonía para despotizar y depredar.

Y mientras tanto, la abrumadora mayoría de los venezolanos padece para sobrevivir, en medio de una crisis humanitaria y una orfandad política. Una combinación siniestra.

Todo eso seguirá de muy mal a peor, a menos que haya un cambio efectivo, real, verdadero, radical. El problema no es el cómo sino el porqué, y éste es la posibilidad de un futuro positivo para la nación. ¡Nada menos!

El «cómo» está en la Constitución y su exigencia de luchar por reestablecer los derechos democráticos. Y el «cómo» también está en la voluntad de una conducción política comprometida con un cambio radical.




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