(Photo by AFP)

La tierra sacudió a Chagid Bacha. Se estremecieron los vitrales de la iglesia donde comenzaba la misa de seis en Jounieh, una ciudad cristiana ubicada en la costa libanesa, a 17 kilómetros de Beirut. Los feligreses se miraron confundidos. “¿Tembló?”, preguntó alguien en árabe. “¿Una bomba?”, especuló otro. Chagid le abrió paso a su tío abuelo Mikhail y a su mamá, Ilham, para que entraran a la fila que se hizo en el pasillo principal para salir del templo. Los celulares comenzaron a sonar. “¿Están bien?”, preguntó su hermana por el chat de la familia en Whatsapp. “Hubo una explosión en Beirut”.

Se montaron en el auto y, antes de arrancar, Chagid miró el celular. Sus amigos de Caracas preguntaban si estaba vivo. Abrió el último video que recibió por Whatsapp y vio cómo un enorme hongo de llamas, polvo y estruendo arrasaba el paisaje que abarcaba la pantalla de la cámara. 

Regresaron a casa y prendieron la televisión. Los noticieros reportaban una explosión en el puerto de Beirut a las 6:08 de la tarde, aquel martes 4 de agosto de 2020. Ninguna organización terrorista había reivindicado un ataque y el gobierno libanés se mantenía en silencio. Los amigos libaneses de Chagid se preguntaban por los chats si habría sido un ataque de Israel contra el Líbano.  

Chagid vio videos de la explosión hasta la madrugada, tomados desde calles, ventanas, hoteles, apartamentos y cámaras de seguridad. Compartió en Facebook el de una anciana que tocaba en el piano No es más que un hasta luego, en la sala de un apartamento arrasado por el estallido. Al día siguiente Chagid despertó temprano, sin apetito para desayunar. Antes de salir a Beirut, leyó un titular que preguntaba si el aire estaría contaminado por sustancias tóxicas. Aunque temía contagiarse con algo peor que el coronavirus, seis meses después de declararse la pandemia, Chagid necesitaba ver por sí mismo qué había pasado en la ciudad.    

Ese miércoles, el primer ministro libanés declaró el estado de emergencia en Beirut por dos semanas y dijo que en el puerto almacenaban 2.750 toneladas de nitrato de amonio, una sal que se usa como fertilizante. También para fabricar explosivos. El compuesto había estado allí durante siete años, después de que un barco llamado Rhosus, proveniente de Georgia y de bandera moldava, fuese retenido en el puerto de Beirut porque debía hasta cien mil dólares en impuestos acumulados y había fallas de seguridad. El nitrato de amonio pertenecía a una compañía que fabricaba explosivos en Mozambique y el gobierno libanés estaba al tanto de que ese cargamento, altamente volátil, estaba en el puerto de Beirut. 

Cuando Chagid descubrió que buena parte del puerto había desaparecido, se secó las lágrimas para ver bien el camino. Se internó en la ciudad, estacionó donde pudo y la escena lo dejó mudo: deambulaban personas ensangrentadas; una mujer luchaba por arrastrar dos maletas sobre los escombros; un oso de peluche marrón aterrizó en el techo de un carro aplastado. Las vigas de los edificios se plegaron como acordeones y colgaban pedazos de balcones que parecían a punto de caer. Olía como si el mundo se hubiese quemado. Una bruma espesa opacaba la luz del sol. Al fondo de una calle impregnada de cenizas, divisó a un grupo que ayudaba a trasladar a un herido. Entonces supo lo que debía hacer.

Chagid tiene 27 años y nació en Caracas. Pertenece a la tercera generación de los Bacha Raffoul, una familia de migrantes libaneses que hicieron su vida en Venezuela. El tío abuelo Mikhail Raffoul emigró en 1956, cuando tenía 19 años y pocas perspectivas de encontrar un empleo, en medio de las disputas entre los cristianos y los musulmanes en el Líbano. 

Mikhail le robó el pasaporte a su hermano mayor, Said, y se montó en un barco sin saber a dónde iba. Durante los treinta días que duró el viaje hasta el puerto de La Guaira, a casi 40 kilómetros de Caracas, Mikhail fregó los pisos del barco para pagarse la comida. En Venezuela gobernaba Marcos Pérez Jiménez, un militar que reprimía las libertades de los venezolanos, pero dio la bienvenida a la mano de obra extranjera que buscaba trabajo. 

Sin hablar una palabra de español, Mikhail se las arregló para alquilar una habitación en San Agustín del Sur y comenzó a vender ropa y zapatos puerta por puerta. Repetía las palabras que escuchaba en la calle y compraba el periódico todos los días para aprender a leer. A finales de los sesenta, regresó al Líbano convertido en un hispanohablante; un comerciante próspero que vendía ropa y zapatos en la avenida Lecuna, al suroeste de una Caracas pacífica y cálida todo el año. Mikhail se casó en el Líbano y volvió a Venezuela para vivir con su esposa. Tuvieron dos hijos. Quince años después la pareja se divorció, el negocio decayó y Mikhail se sentía perdido. 

El Líbano estaba en guerra civil. Los cristianos maronitas libaneses se enfrentaban a los palestinos desplazados tras la creación del estado de Israel. Said, el hermano mayor de Mikhail y dueño del pasaporte con el que llegó a Venezuela, decidió mandar a su hija Ilham a Caracas para ayudar al tío. Ilham estudiaba Psicología, tenía veinticuatro años y un futuro por delante si lograba emigrar. Le dolía pensar cuánto extrañaría a la familia, especialmente a Samir, un primo que le gustaba en secreto.

Ilham aterrizó en La Guaira en 1982, casi treinta años después de que su tío llegara a Venezuela por primera vez. Con Mikhail y los empleados de la tienda aprendió español; entre todos sacaron el negocio adelante. Recuperado y solvente, el tío regresó al Líbano dos años más tarde para visitar a la familia. Samir le pidió que le permitiera acompañarlo de vuelta a Caracas para pedirle matrimonio a Ilham. 

Este es un trabajo de Valentina Oropeza en el marco del proyecto de Prodavinci y el Centro Pulitzer: COVID-19 llega a un país en crisis: Despachos desde Venezuela. Fotografías: Joseph Eid, AFP; imágenes cedidas por Chagid Bacha.

Lee el trabajo completo en Prodavinci

 




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