Hay elecciones regionales el próximo domingo 21. A pesar de que buena parte de la oposición va a participar (por primera vez desde las regionales de 2017) el entusiasmo de la gente no se manifiesta: las pocas encuestas que hay pronostican una abstención mayor al 50%. Quizás es que la supervivencia está muy difícil y el esfuerzo de la mayoría está concentrado en alimentar a la familia, conseguir los dólares para la gasolina -o para la matraca, que también cuesta- y estar pendiente de la hora en que llega el agua o la luz. Nadie le puede dedicar mucho espacio a la política cuando la satisfacción de las necesidades básicas -aquellas que Abraham Maslow llamó primarias y Frederick Hertzberg etiquetó como higiénicas- no está garantizada y puede quedar pendiente hasta una fecha incierta si uno se descuida. Comida mata voto, que dicen.

O de repente lo que pasa es que los votantes tienen memoria y recuerdan las últimas elecciones de gobernadores, en octubre de 2017. Ese año, en medio de la crisis económica y del rechazo masivo al gobierno de Maduro, y en contradicción con las encuestas independientes que le daban una ventaja de 30 puntos a la oposición, el oficialismo ganó 18 de las 23 gobernaciones y le sacó a sus rivales 900 mil votos en el conteo a nivel nacional, para quien pueda creérselo. Como guinda de la faena chavista, el gobernador opositor electo en el estado Zulia fue despojado de su triunfo por negarse a prestar juramento ante la ilegítima ANC. El resultado final terminó con chavismo 19, oposición 4.

Después de la trampa de 2017 vinieron las presidenciales ilegítimas de 2018 y las también ilegítimas legislativas de 2020. Ambos procesos fueron desconocidos por la oposición venezolana y por el grueso de las democracias del planeta, pero he aquí que con aquellos votos se eligió una Asamblea Nacional que a su vez nombró a un CNE que será el árbitro de las elecciones del domingo que viene. Es posible que los electores que le hayan seguido el hilo a esta secuencia de irregularidades no quieran votar en unos comicios que nacieron torcidos y al margen de las normas y la decencia.

Al final, habrá quien no vote porque nunca lo ha hecho, porque no cree en nadie (el liderazgo opositor y el régimen tienen niveles similares de aprobación) o porque tiene la convicción de que en Venezuela no hay nada que cambiar si no se empieza por la cabeza, por la cúpula, por el cese de la usurpación. Los que piensan que fuera de la estructura de mando solo hay poder prestado que se da y se quita cuando lo ordenan los capos. Así como el régimen pateó el diálogo en México con una excusa sacada del sombrero y se quedó tan fresco, de la misma forma se inventa 4 millones de votos y arrasa con las gobernaciones y las alcaldías, que no sería la primera vez. O no; todo dependerá de cómo vayan saliendo los números y de la estrategia que hayan diseñado para esta fecha.

Hay una corriente de opinión que sostiene que la concurrencia a las urnas es un acto político. O sea, que la idea no es elegir a nadie porque se sabe que los votos ya se contaron, sino movilizar a la gente y dar una muestra de que aún existe un país interesado en cambiar las cosas, en restablecer el estado de derecho y en salir a defender la democracia. Quizás este sea un argumento de peso para decidirse a votar, pero tiene el defecto de que una golondrina no hace verano, ni un día de sol termina con el invierno. En diciembre de 2020, 6,4 millones de venezolanos en todo el mundo votaron para manifestar su oposición al régimen y su desacuerdo con las elecciones legislativas. Y hasta ahí. Aún no se ha encontrado qué hacer con los 6,4 millones de votos.

Al final, cada quien tomará su decisión y decidirá qué hacer el domingo 21. Siguiendo el proceso in situ habrá desde observadores del Parlamento Europeo hasta los eternos turistas sigüís del chavismo, cada cual con su agenda. Amanecerá y veremos.




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