Mucho se ha escrito sobre Venezuela, y más desde finales del mes pasado cuando, una vez más, somos titulares de la prensa y los ojos del mundo está puesto en nuestro presente, nuestro futuro, nuestra esperanza. La palabra “venezolano”, al menos en el extranjero, pasó de ser una confundida diáspora, a un conglomerado homogéneo de personas unidas en acción, pensamiento y emoción. Yo soy parte de ello. Lo certifico.
Todos vemos al mundo de acuerdo a nuestras profesiones. Una estrofa de la canción “La bella y el metro” de Joan Manuel Serrat dice: “El escritor ve lectores, el diputado, carnaza; el mosén ve pecadores, y yo veo a esa muchacha… del metro. Los carteristas ven primos, los banqueros ven morosos, el casero ve inquilinos y la pasma, sospechosos… en el metro. El general ve soldados; juanetes, el pedicuro; la comadrona, pasado; el enterrador, futuro.”
Subo al subte -en mi argentina condición- y hago el ejercicio de Serrat. Me pongo a suponer profesiones y pasiones mientras evalúo sus acciones, sus miradas, adivinando sentimientos. En paralelo, imagino una película sobre la vida y presuntas circunstancias de ese ser anónimo, inventando su diario vivir. Alguien a quien seguramente no volveré a ver, y si lo veo de nuevo, no lo sabré o tal vez se convierta en mi mente en otro personaje ficticio. Y como en toda película, hay música en mi mente. Es un ejercicio complicado, pero me divierte y siento más corto el trayecto de punta a punta en la ciudad de la furia.
Los que vivimos en el extranjero, cuando nos cruzamos con algún compatriota por accidente, siempre viene un comentario que nos acerca, un efímero contacto, una chispa particular que nos cambia por instantes el momento. Pero en segundos, retomamos nuestra cotidianidad. Y particularmente imagino la historia y el posible futuro de este coterráneo que la vida nos hizo cruzar fugazmente. Lo que dejó atrás, sus sueños aplastados, su familia separada, sus oportunidades y experiencias en esta tierra nueva, y lo salpimiento con música. Siempre hay música.
Pero desde el amanecer del 29 de julio, la cosa cambió. No solamente a niveles geopolíticos mundiales, escandalosas denuncias de prestigiosas organizaciones o impredecibles posiciones ante lo acontecido. Me refiero a la vida de cada uno, tanto a los que están en suelo venezolano, como a los que llevamos un poquito de Venezuela a cada rincón del mundo. Esa venezolanidad se fortaleció, sin importar cuánto dure el proceso. No es un intento fallido más. Es un paso de un camino complicado, cuesta arriba y tortuoso. Y, como mencioné en mi artículo anterior, la música afianza nuestra patriótica actitud en pro de la libertad.
La interacción entre diferentes culturas, sobre todo la mezcla de las costumbres venezolanas con su nuevo y extraño hábitat, y partiendo del concepto de que la cultura venezolana es a su vez otra mezcla antigua de culturas europeas, africanas y aborígenes, a menudo da lugar a nuevas formas musicales -en mi campo- que combinan elementos de distintas tradiciones. Un ejemplo notable de esto son los innumerables ensambles musicales con componente venezolano en el mundo, desde la popular Miami hasta lugares poco comunes como Belgrado, La Paz o El Cairo.
Puede que, en un futuro, nazcan géneros mixtos, como sucedió con el jazz americano, que no solo refleja la historia y la diversidad autóctona de Estados Unidos, sino que también a su vez ha influido en la música de todo el mundo, al mostrar cómo la mezcla cultural puede generar formas artísticas nuevas y emocionantes.
La globalización ha intensificado el intercambio cultural, y la música ha jugado un papel crucial en este proceso. Actualmente, es común escuchar y compartir en segundos, música venezolana en cualquier parte del mundo con solo un clic, lo que ha permitido que estilos musicales como el joropo, la guaracha, el pasaje, la gaita zuliana y a su vez, las variantes fusionadas más modernas de nuestro folklore encuentren audiencias globales. Esto crea una identidad propia, no solo generacional o local dentro de Venezuela, sino una identidad propiamente dicha del migrante venezolano, fundido con la cultura que encontró y con la que se integró. Por ejemplo, ya es común esperar el próximo free cover, iniciativa que surge de un grupo de marabinos residente en Miami. Este intercambio de estilos y géneros ha llevado a una mayor apreciación de la diversidad cultural y ha inspirado otros músicos venezolanos a colaborar y experimentar con nuevos sonidos, creando una rica mezcla de influencias culturales en la música actual.
Una canción de Simón Díaz con charango y bombo, un merengue caraqueño convertido en pasodoble, un bolero del querido maestro Pizzolante convertido en mariachi… En conclusión, están naciendo nuevos géneros en su origen venezolanos, pero con elementos culturales de la localidad anfitriona. Ya los musicólogos en el futuro se encargarán de investigar este espontáneo fenómeno.
Hoy, trabajo como docente de piano o de composición on line de niños, adolescentes y adultos venezolanos que residen fuera de Venezuela. Si bien he dado clases de piano por más de treinta años, esta actividad se incrementó de manera virtual en tiempos de cuarentena, cuando la comunicación por video chat era la única manera de aprender, enseñar, distraerse o simplemente comunicarse. Ahora, incluso sin cuarentena, la gente usa con más naturalidad la video llamada. Pero en especial he notado que mis alumnos, los que residen en USA sobre todo, son mayormente nacidos en Norteamérica pero son hijos de migrantes venezolanos. Noto con simpatía y curiosidad cómo se detecta inmediatamente al escucharlos hablar, su mezcla cultural, pero sus padres ponen en mis manos su confianza para la formación musical de ellos por un hecho extra: quieren que aprendan música con un venezolano, y con música venezolana. Hecho que se intensifica en navidad. Usando un lenguaje lleno de venezolanismos, con un sello muy criollo, una complicidad entre compatriotas, al convertirse la música, tal vez, en uno de los pocos recursos a la mano para conservar el cordón umbilical con Venezuela. Una vez más, repitiendo a César Miguel Rondón y a Rubén Blades: la música no es más que un pretexto.
En conclusión: Un país lo hace la gente. Casi ocho millones de venezolanos han emigrado de Venezuela. Yo lo veo de manera distinta y, sobre todo, después del 29 de julio, al unirnos en un solo enfoque y un objetivo único. Ocho millones de venezolanos se han encargado de ampliar nuestras fronteras. Donde vayas, hay un migrante venezolano. Donde vayas, hay un olor a arepa, una bandera tricolor con estrellas guardada en una gaveta con la esperanza de salir libre. Donde vayas, existe un “bendición-Diostebendiga”. Que Dios bendiga al país más grande del mundo.
Como es costumbre en esta columna, recomiendo este free cover con Jorge Luis Chacín: https://www.youtube.com/watch?v=rQfs8EnEQWE