A un año de declarada nuestra independencia, un 5 de julio de 1812 cae de hecho la Primera República de Venezuela. Es inhumada su Ilustración germinal, que encabezan desde finales del siglo XVIII hombres como Andrés Bello, Cristóbal Hurtado de Mendoza, o Juan Germán Roscio. Ella dibuja e imagina, para nosotros, una república plural y de virtudes, hija de la razón, del equilibrio de poderes, fundada sobre el acuerdo de los corazones que es la más elemental definición de la paz. Su obra consta en los papeles de la Junta de 1810 y adquiere molde con la Constitución de 1811, cuyo andamiaje lo soporta una carta previa sobre derechos del hombre y del ciudadano.

“Le Venezuela est Blesée au coeur”: Venezuela está herida en su corazón, expresa el Precursor, Francisco de Miranda, una vez como Simón Bolívar, antes de traicionarle, pierde la plaza de Puerto Cabello, con lo que nuestro territorio patrio regresa a manos de España.

Desde entonces y para lo sucesivo este será huerto de la violencia, patio de mandones, afirmación del padre fuerte que ha de realizar por todos, y para todos, el mito de El Dorado, en suma, sitio en el que prende la negación del hombre justo y se sublima al valiente. Es la predica que esgrime el coronel Pedro Carujo ante el presidente civilista, rector de nuestra universidad de Caracas, José María Vargas.

La historia es sabida y conocida. Quizás, por ello mismo, por aceptar los venezolanos tal deriva como algo fatal y esencia del ethos que nos define – que acaso encubre otro, macerado en los 300 años anteriores y en mixtura de razas e ideas – la mineralizamos en la última Constitución, la de 1999.

Tanto que, no obstante, si cambia los símbolos de nuestra identidad nacional no cambia nada, pues nos devuelve al momento germinal del “gendarme necesario” y su espíritu arbitrario, disimulado tras los formalismos y la ortodoxia de nuestra evolución constitucional posterior.

No ahora que han transcurrido casi veinte años, sino desde el momento de la aprobación de La Bicha, como la llama el pueblo llano, la advierto como el pecado original de lo que luego vendría y sufriríamos la mayoría de los causahabientes de la muy añeja y colonial Provincia de Caracas o de Venezuela.

No me refiero al proceso que conduce hasta su irregular formación e inconstitucionales modificaciones, sino a su contenido. Es una tienda por departamentos, con párrafos para todos los gustos, para saciar a los incautos mientras inocula su veneno.
Al escribir la Revisión crítica de la constitución bolivariana (El Nacional, 2000), siendo considerado, apenas digo que representa un matrimonio morganático y necrofílico en pleno siglo XXI, entre el Antiguo Régimen – cuando éramos súbditos pacíficos de la Corona – y las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX.

Hice pública, después, la Historia inconstitucional de Venezuela (EJV, 2012), que describe los 178 golpes inferidos por y desde el Estado al orden constitucional vigente. Pero hoy, en sereno criterio, puedo decir, por lo mencionado, que exageré en mucho.

El engendro totalitario que trasunta el articulado de la actual constitución explica y le da encuadre normativo, de formal legalidad, a los comportamientos institucionales escandalosos y desafiantes de la legitimidad democrática característicos de los regímenes de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.

De modo que, para resolver la grave cuestión de la Venezuela sufriente, mal bastará expulsar del poder político al señalado Maduro y los rufianes que junto a él secuestran el aparato del Estado, transformándolo en sede gerencial y nicho de impunidad de los crímenes transnacionales que ejecutan, como el terrorismo, el narcotráfico, la explotación y el comercio ilícitos de minerales valiosos y estratégicos, o el lavado de los dineros corruptos. Tampoco será suficiente la planteada transición, con fecha de aviso para el venidero 10 de enero, si acaso el compromiso nacional no va más allá del traspaso de poderes, de unas manos hacia otras.

Imposible seguir adelante, emanciparnos para alcanzar una verdadera sociedad de ciudadanos, si aún Bolívar no descansa en su panteón, y si su legado constitucional es mantenido como nervio de lo cotidiano.

Léanse de conjunto tres disposiciones de la Constitución que hacen pedazos la dictadura venezolana y sus jueces, y es el talismán de los opositores. Constátese lo que afirmo.
El artículo 3 proclama como fin del Estado – no del individuo – “el desarrollo de la persona”, la forja de su personalidad. De donde el artículo 102, tras aceptar lo que no se puede negar sin incurrir en herejía, a saber, que la educación es un derecho humano, a renglón seguido se la secuestra para hacerla servicio público orientado a desarrollar al ser humano, en consonancia “con los valores de la identidad nacional”. Y esos valores son los que proclama el pórtico constitucional, su primera disposición: El patrimonio moral del país es “la doctrina de Simón Bolívar”, El Libertador.

Así las cosas, ¿a qué patrimonio se alude? ¿Al de Cartagena, que en 1812 nos declara inaptos para el bien supremo de la libertad? ¿Al de Angostura, que en 1819 intenta establecer un Senado militar vitalicio y hereditario, para que no olvidemos que a las espadas debemos lo que somos y no a las luces? ¿O al de Bolivia, que 1826 consagra la presidencia vitalicia y la potestad de esta para situar como su heredero forzoso – suerte de Maduro – al vicepresidente que nombre a su gusto?

Venezuela, todavía en el presente y por lo dicho, sigue herida en el corazón.

correoaustral@gmail.com

Jurista, político y escritor venezolano. Abogado de la UCV, (1970) donde cursó una Maestría en Derecho de la Integración Económica. Especialista en Comercio Internacional por la Libera Universitá Internazionale degli Studi Sociali (LUISS) en Roma y doctor en Derecho, mención Summa cum laude en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas, donde es Profesor Titular (Catedrático) por ascenso, enseñando Derecho internacional y Derechos Humanos. Es también Profesor Titular Extraordinario y Doctor Honoris Causa de la Universidad del Salvador de Buenos Aires. Miembro de la Real Academia de Ciencias Artes y Letras de España y de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya, ha escrito 26 libros. Ejerció como Embajador, Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Gobernador de Caracas, Ministro de la Presidencia, y en 1998 como Ministro de Relaciones Interiores y Presidente Encargado de la República de Venezuela.
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