A los pocos días de haber llegado de Madrid, en el año 1977, mi primo Julio Daza, hijo de mi tía María Carlota Correa, celebró su cumpleaños en un lindo club del este de Caracas. La fiesta tuvo lugar en un modesto caney en el parque del club y contó con lo tradicional de un sencillo cumpleaños: torta, piñata, dulces, juegos, un payaso que animaba a los niños, amigos y familia.
Yo, con apenas siete años, venía en shock por muchas cosas que para mí eran relativamente novedosas: una piñata, la música caribeña de ambientación y los “pasapalos” infantiles. Pero lo que más me llamó la atención fue que la temática de la fiesta era de "El Chavo del Ocho", personaje que comenzaba a ser transmitido por la televisión venezolana. Yo, a El Chavo no lo conocía, y ese fue mi primer contacto con este singular personaje. Por ende, tampoco conocía al Chapulín Colorado, ni al doctor Chapatín ni a ninguno de los otros personajes cuyos nombres empiezan por “Ch”, creados por el genio mexicano Roberto Gómez Bolaños, o “Chespirito”, -castellanización de “Pequeño Shakespeare”-.
El asunto es que, como otros niños de aquel tiempo y continente, fui arrastrado por una marea que llevaba consigo los ecos de personajes singulares, creados por el ingenio de Chespirito. Aquellos nombres -"El Chavo del Ocho" y "El Chapulín Colorado"- se grabaron con celeridad en la memoria de una generación que, sin advertirlo, fue moldeada por las travesuras y las caídas cómicas de esos héroes improbables.
En el universo infantil de los años setenta, que era, a su vez, un espejo de nuestras primeras perplejidades ante el mundo, esos personajes emergieron como figuras disruptivas. El Chavo, un huérfano que habitaba la penumbra de una vecindad y cuyo corazón travieso escondía la melancolía de lo no dicho. El Chapulín, un superhéroe que, a pesar de su torpeza manifiesta, encarnaba la bondad esencial que, de modo inexplicable, siempre encontraba el triunfo. La presencia de ambos personajes no era solo un entretenimiento, sino una clave cifrada.
En El Chavo descubrimos que la infancia puede ser a la vez un reino de juegos y una geografía de ausencias. En el Chapulín, que el heroísmo no exige perfección, sino coraje y una visión a largo plazo. Y así, entre risas y gestos torpes, estos arquetipos se convertían en narrativas que, como todo arte, nos hablaban de nosotros mismos, aun cuando no lo supiéramos. Nos construyó.
Dato de color: La música que identifica al Chavo del Ocho, aquella divertida y pegadiza melodía de la apertura es “La Marcha Turca” que L. V. Beethoven compuso en 1811 en su obra "Las Ruinas de Atenas", tema que luego versionó electrónicamente el francés Jean-Jacques Perrey y que dio a conocer bajo el nombre de “The Elephant Never Forgets", en el álbum “Moog Indigo”.
Muchos años después, en un rincón inesperado de YouTube, tropecé con una entrevista a Chespirito, y allí estaba él, explicando que el Chapulín Colorado había nacido como la antítesis de un superhéroe. Era bruto, flaco, imprudente, cobarde y torpe. Todo lo que, según cualquier lógica, debería ser un fracaso.
Pero el Chapulín, con esa alquimia absurda que desarma las reglas, siempre triunfaba. Y mientras escuchaba a Chespirito, entendí que ese triunfo era el de lo humano, el de lo imperfecto que, a fuerza de intentarlo, acababa venciendo. Que la victoria no era inmediata sino fruto de la constancia y de aprender de los errores. Y que estos supuestos errores, o mejor dicho, que todos veíamos como errores, al final, no eran tales sino que son pasos obligatorios para el logro del objetivo. Seamos pacientes.
Hoy estamos creando historia. Pero Historia con mayúscula. La sinfonía no se ha terminado, lo menciono de nuevo, basándome en la música como “fenómeno social que trasciende fronteras y generaciones, al funcionar como un puente entre emociones, culturas y experiencias humanas”. Además, y más ahora entre los venezolanos, la música emerge no solo como un medio de expresión, sino también como un refugio emocional y un motor de resiliencia.
Leamos esto en estéreo, con un oído en la mente infantil de la década de los setenta del siglo pasado y el otro, apuntando a estos angustiosos días: No es necesario que la victoria sea inmediata; el tiempo no obedece a la prisa, y cada instante, por pequeño que parezca, lleva en su corriente una semilla de lo eterno. Seamos pacientes. No es preciso nombrar las jugadas ni desvelar los movimientos, porque la vida, como un tablero invisible, encuentra en el caos su propio orden secreto. Y en el momento más incierto, cuando las horas parecen dormidas y el mundo se repliega en su silencio, florece, inesperada, la primavera, diría un Serrat.
Hoy no hay link de YouTube. No hay música que pueda acompañar este momentáneo trago. El silencio, que nos permite cultivar la paciencia, pensar lo sucedido, calmar los ímpetus y leer entre líneas, es el mejor acompañante.