Andrés Manuel López Obrador –AMLO para el público general, Andrés Manuel para sus seguidores-, candidato a la presidencia de México por la izquierda estatista y centralizadora cuyo principal representante es el partido MORENA, ofrece a quien quiera escuchar un claro ejemplo de que en Latinoamérica el populismo siempre acecha a la vuelta de la esquina.

AMLO se regodea en promesas imposibles, como acabar con la corrupción y usar el dinero que se recupere (unos 25 mil millones de dólares anuales, según sus cálculos) para inversión social.También ofrecellegar al 4% de crecimiento promedio del PIB en sus 6 años de presidencia, construir refinerías de petróleo -contra toda lógica económica- disminuir la delincuencia en un 50%, revertir la reforma educativa que se aprobó durante el gobierno actualy revisar la reforma energética que por primera vez permitió a México asociarse con terceros para producir hidrocarburos.

Para abundar en cambios,quiere nombrar un nuevo equipo negociador del TLCAN, que ya lleva un año en funciones, y pretende detener la construcción del aeropuerto de la ciudad de México para hacerlo en otro sitio que le gusta más (el terreno de una base militar), sin reparar en que se perderían miles de millones en penalidades, ineficiencia y obras sin terminar. Además plantea, al mejor estilo Hugo Chávez, el espejismo de la democracia participativa como mecanismo de comunicación directa del líder con su pueblo: las “consultas populares”, que no son sino una forma de saltarse al Congreso para hacer lo que le venga en gana.Pero resulta que la gente se cree las promesas, la comunicación directa no levanta suspicacias y el Sr. AMLO encabeza las encuestas.

Nadie puede ignorar el olor a chavismo que despiden la personalidad y la oferta de gobierno de López Obrador. Si bien durante la precampaña para las elecciones de julio el candidato se ha esforzado en proyectar una imagen de tolerancia, paz y amor, no es ningún secreto que le guarda bronca a los medios de comunicación que no son de su gusto, tiene un perfil claramente autoritario y a su alrededor hay unos cuantos personajes que no pueden presumir de honorabilidad, por decir lo menos. Pero en México se respira el mismo ambiente de rechazo a la política y a los partidos del estatus que se adueñó de Venezuela en los años 90. La gente quiere convencerse de las cualidades mágicas de un iluminado que dice que la historia buena comenzará con él, y no hay argumentos ni sentido común que le hagan mella.

A poco más de tres meses de la convocatoria a las urnas, un tercio de la población mexicana está convencida de que no hay nada peor que el PRI, el PAN y el PRD. En Venezuela, el 60% de los votantes eligió a Hugo Chávez en 1998 porque “no había nada peor que AD y Copei”. Y sí lo hubo. Mucho, pero mucho peor.




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