Vivir en Venezuela se ha convertido en un rosario de desgracias. Pero morirse, como que es todavía peor. Y morirse en el interior del país, peor que pésimo (querido Alexis Márquez Rodríguez, dondequiera que te encuentres, perdóname este horror de sintaxis), pero es que es así: peor que pésimo.

La mamá de un amigo murió hace un par de semanas en un pueblo del interior. No fue de coronavirus. Tenía cáncer desde hace años y falleció en su casa. Mi amigo salió de Caracas tan pronto le avisaron. Me dice que lo detuvieron –y lo retuvieron- en no menos de veinte puntos de control. Un viaje que usualmente era de tres horas y media, esta vez le tomó casi siete. Me dice que uno de los guardias del pueblo que lo paró le preguntó que cómo le constaba a él que su mamá se había muerto de verdad. Y tal vez ése sea el resultado de que aquí la gente inventa cualquier cosa…

Lo primero que pasó cuando llegó al pueblo es que le informaron que la camioneta de la funeraria no tenía gasolina. Pero eso lo dijeron cuando la señora llevaba más de 12 horas de fallecida, no había electricidad y el calor era insoportable. Mantener un cadáver en esas circunstancias es terrible.

La búsqueda de la gasolina fue toda una odisea: como en el pueblo no había ni una gota en ninguna de las tres bombas de gasolina que tiene, a mi amigo le sugirieron que fuera al comando de la GN, que allí “seguro que tenían”. Para allá se fue, convencido de que lo iban a matraquear, pero jamás pensó que tanto. Terminó “negociando” a $5 por litro y cuando llamó a la funeraria para que llevaran la camioneta, éstos dijeron que la llevaban sólo si les llenaban el tanque. En Venezuela nada debe extrañarnos ya, pero aprovecharse de una situación así, caramba, todavía sorprende. La cuenta final fue de casi $400, que tuvo que reunir entre familiares y amigos. Cuando finalmente llegaron a buscar el cuerpo, éste estaba ya hinchado. La electricidad no había vuelto.

El siguiente paso era obtener la partida de defunción. Otra matraca. El funcionario que expedía las partidas no estaba, la secretaria decía que tenían que esperar, que no sabía a qué hora llegaba. Cuando mi amigo le pidió que lo llamara, ella le preguntó “¿y cómo para qué?”. Mi amigo le respondió “como para que venga, ¿para qué más?”. La señorita se ofendió y le dijo que lo iba a denunciar porque le había “faltado el respeto”. Llamó a un policía que lo amenazó con detenerlo ¡y lo detuvo! Estaba muy bien versado en lo que concierne a la “Ley sobre el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia”, y lo increpó sobre los dos “delitos” que acababa de cometer: violencia sicológica y violencia “simbólica”. Le leyó los dos primeros apartes del artículo 15 sobre violencia psicológica y el acoso u hostigamiento y le advirtió que podría ser sancionado con prisión de seis a dieciocho meses.

Unos días después, mi amigo se enteró de que era una bien montada estafa y que él no había sido ni la primera, ni la única víctima. El hecho es que su hermano tuvo que reunir $150 para llevárselos y que pudieran soltarlo. Al soltarlo apareció el funcionario desaparecido y emitió la partida de defunción. Entre él, la secretaria y el policía, habían ganado $50 cada uno en apenas dos horas y sin trabajar. Cuando uno piensa que los médicos residentes ganan $5 al mes, lo que provoca es llorar.

Y la historia no termina aquí… el cementerio tenía “horario de coronavirus” y por la tardanza con la partida de defunción, la “detención” de mi amigo y la búsqueda de los dólares, tuvieron que esperar hasta el día siguiente para enterrar a su madre.

Si usted cree que vivir en Venezuela es una tortura, es porque todavía no se ha muerto…

@cjaimesb




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