José* se levantó temprano, se preparó y salió de su casa. Al llegar a su centro de votación se contagió del optimismo que se respiraba en el lugar. Estaba convencido de que tras los comicios de ese domingo 28 de julio habría un cambio político en Venezuela, pero horas más tarde, durante la madrugada del lunes, su esperanza se desvaneció. Frente a su televisor escuchó a Elvis Amoroso, presidente del Consejo Nacional Electoral, anunciar que Nicolás Maduro había sido reelecto en las presidenciales. Para él, los números eran irreales. La mañana del 29 de julio quiso salir a la calle a manifestar en contra de los resultados, convencido de que era su derecho. No sabía que, por protestar, lo acusarían de incitación al odio y terrorismo.
Su vida cambió para siempre. Así se lo dijo a su madre cuando pudo verla solo 20 minutos en la sede de la Policía Municipal de Valencia, tras seis días detenido. A José, el artículo 68 de la Constitución le parece letra muerta:
“Los ciudadanos y ciudadanas tienen derecho a manifestar, pacíficamente y sin armas, sin otros requisitos que los que establezca la ley. Se prohíbe el uso de armas de fuego y sustancias tóxicas en el control de manifestaciones pacíficas. La ley regulará la actuación de los cuerpos policiales y de seguridad en el control del orden público”.
La criminalización de la protesta en Venezuela es un fenómeno ampliamente denunciado por víctimas y defensores de DD.HH. en los últimos años, caracterizada por la represión, persecución y castigo a quienes ejercen su derecho a manifestar pacíficamente, a través del uso desproporcionado de la fuerza, detenciones arbitrarias y el desarrollo de procesos judiciales catalogados de injustos, con sentencias desproporcionadas.
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