Se que algunos y muy estimados amigos, juristas o dirigentes políticos, de preguntárseles sobre si es acaso importante plantear un nuevo debate constituyente que le permita a Venezuela el renacer de sus instituciones y la recomposición de su sociedad, hoy pulverizada como nación, dirán que lo primero es salir de la dictadura de sesgos criminales y destructora de las voluntades democráticas imperante. O que, al cabo, si el problema prioritario fuese la constitución, bastaría con tener en el futuro jueces idóneos, probos e independientes, que rexaminen las desviaciones interpretativas a las que ha sido sometida la hoy vigente por el Tribunal Supremo dictatorial.

En cuanto a lo primero, cabe preguntar sobre si será posible – con la sola salida de la dictadura y la eventual realización de unas elecciones por lo pronto simuladas, al pretenderse excluir de las mismas a María Corina Machado – reensamblar a un país en diáspora hacia adentro y que, a contrapelo de su historia ha tenido que emigrar por vez primera, dispersándose en el mundo. Son casi 8 millones de compatriotas quienes vagan sin un decálogo o Torá que les permita sostener la identidad, sin que les baste compartir una misma documentación, tener un talante propio, o la realidad de ser hijos de una geografía privilegiada: la mejor del mundo, como decimos.

De ser cierto lo segundo, si lo que pesa y determina la vigencia de unos valores constitucionales que asumimos compartidos es que bastará una exégesis adecuada del texto constitucional de 1999, la hipótesis es que volveríamos al mismo punto de partida en el que se situó Hugo Chávez a partir de 2000, al hacer depender la existencia de Venezuela como nación y como patria del acto de autoridad de unos jueces constitucionales a quienes se les designa a dedo y controla o se les estima como ilustrados.

Lo último pasaría por alto datos de la experiencia que no deben ser subestimados: uno, que la Constitución Bolivariana, más allá de haberse originado sobre una violación palmaria del texto de su precedente, la de 1961, que fue el fundamento de la república civil, fue la obra de una constituyente absolutamente dominada por la autocracia militarista entonces emergente. Su aprobación hubo lugar en un referéndum al que acudió el 44% del padrón electoral nacional. El otro es que, dicha constitución, más allá de su desbordante nominalismo libertario – se dijo y repitió que era la mejor del mundo en materia de derechos humanos – quedo atada y frenada por una ingeniería constitucional reforzadora de un presidencialismo totalizante del poder y sujeto a una triple visión atentatoria contra la libertad: a) la subordinación de la persona humana y no solo de la nación al Estado, conjugándose siempre a favor de este y su soberanía; b) la fijación del dogma doctrinario bolivariano, esencialmente dictatorial, como principio de la exégesis constitucional; y c) el carácter transversal sobre el mismo orden constitucional de la idea de la seguridad nacional, bajo un binomio militar-cívico en el que se privilegia la actuación de la Fuerza Armada. Podría decirse que ella contiene una narrativa consistente con la desviación histórica que ha hipotecado el devenir de Venezuela, la del gendarme necesario.

La prórroga de esa cosmovisión por razones de conveniencia – se supone que del crimen que ha secuestrado al poder político y la de quienes con afán como “alacranes” se lucran del mismo – al cabo no hará sino repetir las esencias de ese citado gran pecado de nuestra génesis nacional, que cristaliza tras la emancipación y la independencia (1810 y 1811) y sobre las cenizas de la Primera República (1812), a saber: a) la creencia bolivariana de que el pueblo, débil, no está preparado para el bien supremo de la libertad (Cartagena,1812); b) sostener que la independencia se debe a los hombres de armas (Angostura, 1819), significando antes que libertad cambio de la forma gobierno y separación de España, mientras, en el interregno se validada el modelo de presidencialismo monárquico vitalicio, urdido en la Bolivia de 1826; todo ello a costa de una destructora guerra fratricida que describe el propio Libertador y recrea vívidamente el presente de los venezolanos:

“Los campos regados por el sudor de trescientos años, han sido agostados por una fatal combinación de los meteoros y de los crímenes. ¿Dónde está Caracas? Se preguntará Ud. Caracas no existe; pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo, han quedado resplandecientes de libertad, y están cubiertos de la gloria del martirio” (A Esteban Palacios, 10 de julio de 1825).

“Yo concibo que el proyecto de Constitución que presenté a Bolivia puede ser el signo de unión y de firmeza (en el gobierno de Colombia) para estos gobiernos… Tan firme y tan robusto con un Ejecutivo vitalicio y un vicepresidente hereditario, evitará las oscilaciones, los partidos y las aspiraciones que producen las frecuentes elecciones” (A Antonio Leocadio Guzmán y Diego Ibarra, el 3 de agosto y el 6 de agosto de 1826).

Regresar al ámbito constituyente tras la forja para ello de una «conciencia de nación» como estado del espíritu y para se restablezca a sí misma y racionalmente ella pueda discernir sobre sus auténticos valores superiores y fundantes para asegurar su gobernabilidad, asusta a quienes, erróneamente, sostienen que hemos abusado los venezolanos de esa vía, al punto de acopiar más de 26 constituciones, o a los que aspiran conservar la actual para con ella desmontar, autoritariamente, lo realizado por la dictadura.

Lo veraz es que Venezuela sólo conoce de dos grandes procesos constituyentes, uno para separarnos de España y otro para separarnos de la Gran Colombia. Y las constituciones, con sus particularidades y exquisiteces – como la suiza de Antonio Guzmán Blanco – son reformas o enmiendas de circunstancia sobre su precedente, apenas para asegurarle el ejercicio del poder al emperador de turno. Ninguna, eso sí, rompió con la genética de lo nacional como si ocurrió a partir de 1999. Tras el diluvio, pues, urge reconstruir en libertad.

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