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(Foto: Kevin Arteaga González)

Blanca Salas tiene 13 años como profesora de la Escuela de Enfermería de la Universidad de Carabobo (UC) y más de 30 en el área asistencial. Con nostalgia recuerda que durante sus primeros años de docencia pudo terminar de pagar las cuotas de su casa, y hasta comprarse un vehículo, gracias al sueldo que devengaba en aquella época.

Pero hoy su panorama es distinto. Aunque cuenta con un doctorado y es docente a dedicación exclusiva, uno de los máximos niveles que se puede alcanzar en el escalafón profesoral, su salario es de menos de tres dólares al mes, que alcanzan para cubrir 0,59 % de la canasta básica (alimentos, servicios, alquileres, entre otros), la cual supera los 500 dólares.

Para sobrevivir y sacar a sus dos hijos adelante, en medio de una crisis generalizada que empeoró con el inicio de la pandemia de COVID-19, no le quedó otra opción más que buscar un ingreso extra, aunque eso implicara dedicarse a algo distinto a su profesión. Es por eso que ahora vende pan, al tiempo que intenta cumplir con su rol de profesora bajo la modalidad semipresencial.

“Yo ahorita estoy vendiendo pan. Y no lo hago únicamente desde mi casa, también tengo que salir a varios sitios a ofrecerlo”, dice en entrevista con El Carabobeño. “Eso me quita tiempo  y hace que muchas veces no pueda ser constante con mis estudiantes, porque estoy en dos cosas al mismo tiempo para poder subsistir”.

A Blanca le avergüenza admitir que, a pesar de estar inmersa en la academia desde los 17 años cuando inició sus estudios de licenciatura, debe dedicarse a un oficio alejado de la docencia y la enfermería. “Me da pena, no porque eso desmejore mi capacidad profesional, sino porque no es el estatus que yo me merezco ni el que ando buscando. Alcancé estudios de quinto nivel con el fin de ayudarme, ayudar a mi familia y darle lo necesario a mis hijos”.

Ella personifica el drama de la crisis por la que atraviesan los profesores de la UC y el resto de las universidades públicas autónomas del país, las cuales desde alrededor de 2010 hacen frente a asfixiantes recortes presupuestarios y más recientemente a un proceso hiperinflacionario que pulverizó el poder adquisitivo de los venezolanos.

Los precarios salarios han llevado a decenas de académicos a realizar trabajos extras fuera de las casas de estudios y, en escenarios más complejos, a abandonar por completo las aulas. De acuerdo a datos del Vicerectorado Administrativo de la UC, entre 40 % y 60 % de los profesores se ha ido y en su plantilla quedan al menos dos mil 600 fijos, de más de tres mil 500.

Este jueves 25 de febrero un grupo de profesores de la UC, representantes de las siete facultades y los dos campus, realizó una protesta pacífica para exigir salarios dignos. Se trata de un reclamo insistente que durante los últimos años no ha sido atendido. “El problema que tiene el profesor hoy es que no sabe si va a poder comer al mediodía o si podrá hacerlo en la noche”, señala Raúl Núñez, docente universitario.

El vocero ante el Consejo de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales (Faces) fue tajante al manifestar que en la casa de estudios carabobeña “se acabaron los salarios para los profesores, empleados y obreros” porque “el salario está muerto”. Consideró, además, que existe un vacío en la discusión institucional de la UC sobre el problema salarial.

No es cuestión de apostolado

“¿Qué hace uno con menos de tres dólares al mes? Ni siquiera me sirve para pagar el internet”, cuestiona la profesora adscrita a la Facultad de Ciencias de la Salud, quien debe garantizar que haya conectividad en su vivienda para cumplir con el plan de semipresencialidad que lleva adelante la universidad.

La movilización también es un reto para Blanca, ya que debe ir hasta los hospitales para poder impartirles a sus alumnos las prácticas clínicas. Aunque tiene su propio vehículo, comprar 40 litros de gasolina representa una inversión de 20 dólares, mientras que acceder a combustible subsidiado es cada vez más difícil. El transporte público, por su parte, se encuentra sumergido en su propia crisis.

“Para la gasolina subsidiada tengo que hacer una cola de una semana y, si la hago, no voy a poder ir al hospital. A veces me tengo que ir en el transporte público, pero allí corro el riesgo de que me roben lo poco que llevo”, detalla. La calidad de vida de los docentes está en decadencia y, según sus palabras, cayó en lo más bajo que puede caer la educación universitaria.

Todos los días esta enfermera se enfrenta a un dilema ético y moral. Está convencida de que la educación es la base del futuro de cualquier nación y es precisamente su convicción y las ganas de ayudar a sus estudiantes lo que la mantiene en la universidad. Sin embargo, sabe que eso no es suficiente: “Yo no estoy cumpliendo un apostolado, soy una profesora universitaria que merezco mi sueldo”.

Además, también convive con una difícil paradoja. A pesar de sumar más de una década al servicio de la academia, hoy siente que no puede garantizarles a sus hijos adolescentes una educación universitaria. “¿Qué clase de educación les voy a dar?”, se pregunta, tomando en cuenta el colapso de la UC y la imposibilidad de pagarles las carreras en alguna institución privada.

A su juicio, al gobierno de Nicolás Maduro no le interesan los profesionales preparados, porque quiere que los jóvenes únicamente formen parte de los planes gubernamentales, como Chamba Juvenil. “Yo no veo qué evolución puede tener un país cuando hay un programa para que el adolescente, cuando salga de bachillerato, solo se ponga a trabajar limpiando calles”, sentencia.

Docencia en tiempos de pandemia

Cuesta arriba, peligroso, estresante. Así describe Blanca la experiencia de volver a la Ciudad Hospitalaria Dr. Enrique Tejera (CHET) junto a sus estudiantes, con el virus de la COVID-19 al asecho y un déficit de equipos de protección personal (EPP) que todavía persiste, a casi un año de registrarse los primeros casos en el país. Pero el deber se impone, afirma.

Luego de la primera semana de clases en el hospital llegó a su casa sintiéndose enferma, con fiebre, dolor de cabeza y malestar general. Inevitablemente la angustia la invadió. “A la segunda semana suspendí las pasantías”, narra. No sabía si lo que tenía era COVID-19,  porque tampoco tuvo acceso a las pruebas de diagnóstico del virus.

A ciegas y sin saber si estaba o no contagiada, decidió quedarse en su residencia para cumplir con la cuarentena y el tratamiento protocolar. Tras mejorarse se reincorporó a sus actividades en la CHET, donde al menos ocho estudiantes de cuarto y quinto año de la Escuela de Medicina han resultado positivos hasta la fecha.

“En la emergencia los estudiantes no tienen una buena protección, andan con su mono y un simple tapabocas”, advierte. “Si bien sabemos que allí no es área de COVID-19 de la CHET, es el lugar al que llega la mayoría de los pacientes y es imposible determinar quién realmente está enfermo o sano sin la prueba”.

La falta de dotación de EPP, incluso para los profesores de la FCS que van al centro hospitalario, la llevó a comprar tela para realizar por sus propios medios un par de botas, la bata y un gorro. “No tenemos suficientes guantes para hacer los cambios entre un paciente y otro y, de esa forma, evitar la recontaminación. Hay momentos en los que simplemente trabajamos sin guantes”.

Blanca es reflejo del impacto de la Emergencia Humanitaria Compleja por la que atraviesa Venezuela. Ella padece cada uno de los problemas de dos de los sectores más golpeados: el educativo y el sanitario. Sin embargo, no se rinde y hoy fue una de las que alzó su voz en protesta por su derecho a vivir con dignidad.




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