Vivimos en un mundo complejo, difícil, muchas veces irracional, violento, desesperanzador en ocasiones, turbio en otras, donde la calidad de ser humano tiene todas las de perder frente a los intereses económicos o políticos, en ese orden.

Ese mundo que en pleno siglo XXI debería haber aprendido las lecciones de la Historia, sigue repitiendo sus errores. No en vano dicen que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Y no solo dos, añadiría yo… tres, diez, cien… No aprendemos. Cuando el pueblo judío, después del Holocausto, estableció como lema de vida el “nunca jamás”, muchos pensaron que, en efecto, no permitiríamos como sociedad que algo así volvería a suceder.

Y resulta que no solo volvió a suceder, sino que ya llevamos diecinueve genocidios después de la Shoá. El primero comenzó el mismo año de la Segunda Guerra Mundial, con una limpieza étnica en Yugoslavia. El resultado fueron 570 mil muertos. Lo siguió el de Corea del Norte, que entre 1948 y 1994 dejó un saldo de un millón 600 mil muertos y todavía sigue la razia en contra de quienes desean abandonar el país o quienes, simplemente, hagan cualquier cosa que disguste al régimen.

Al de Corea del Norte lo siguió el de Biafra, en 1969, por temas de limpieza étnica: un millón de muertos es la cifra oficial de asesinados. El genocidio de Camboya, a manos del régimen de Pol Pot, en 4 años, entre 1975 y 1979, dejó un millón 700 mil muertos. En 1975 también comenzó la purga en Etiopía, con  un millón 500 mil bajas. Y entre 1979 y 1982 la rebelión en Afganistán dejó casi un millón de fallecidos. Entre 1981 y 1983, la guerra civil en Guatemala contó 200 mil muertos. En 1994, el terrible asesinato del 70% de la población tutsi en Ruanda fue un intento de exterminio de esa población por parte del gobierno hegemónico hutu de Ruanda. Se calcula que entre 500 mil y un millón de personas fueron asesinadas. En junio de 1995, 8 mil bosnios musulmanes fueron ejecutados en Srebrenica, antigua Yugoslavia, por un comando de serbios.

Y el siglo XXI no se ha quedado atrás con su triste saldo de muertos en genocidios: Pakistán abrió el milenio con la “guerra de liberación de Bangladesh de la que aún no se conoce el número de bajas. En Darfur, al oeste de Sudán, en 2003 comenzó un genocidio por razones principalmente étnicas y ambientalistas (por control de los territorios) que aún persiste. Y siguen los genocidios: Costa de Marfil, Iraq, Yemen, Myanmar, China, Etiopía, Nigeria… y ahora, Ucrania.

No voy a extenderme en las causas de la guerra, porque el tema ha estado en el tapete desde que el monstruo de Vladimir Putin invadió el país. “No es una invasión” ha repetido Putin hasta el hartazgo, es una “operación militar”. Pero el hecho real es que sí es una invasión y sí, se convirtió en una guerra. Los bombardeos han ido directo, además de las bases militares, contra objetivos civiles. El tiempo corre en contra de Putin y tiene que ganar sea como sea.

Frente a ese monstruo ha surgido una especie de súperhéroe: el presidente Volodimir Zelenski. “El” presidente. Desde el primer día, Zelenski despuntó como el gran líder que es. Se ganó el respeto y la admiración de todo el mundo -con sus estúpidas excepciones, por desgracia- y ha sido el faro que ha iluminado a los ucranianos en esta atrocidad que están viviendo. «Yo sigo en la capital, mi familia está en Ucrania y mis hijos también. No somos traidores, somos ciudadanos de Ucrania», dijo hace un par de días, cuando los bots rusos corrieron el rumor de que había salido del país.

Su valentía es admirable y contagiosa. Su discurso es inclusivo, sencillo e inspirador. Su posición, férrea. No sabemos qué le deparará el destino, pero en cualquier caso, Zelenski ya se ganó su lugar en la historia como uno de los grandes hombres del siglo XXI. El señor presidente.




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