Un político puro no es una persona éticamente irreprochable, ni tiene porque serlo. En efecto es insuficiente o mezquino juzgar éticamente a un político: hay que juzgarlo políticamente.

En su naturaleza conviven algunas cualidades que en abstracto suelen considerarse virtudes con otras que en abstracto suelen considerarse defectos, pero que son consustanciales con las otras.

Enumero algunas virtudes: la inteligencia natural, el coraje, la serenidad, la garra, la astucia, la resistencia, la sanidad de los instintos, la capacidad de conciliar lo inconciliable.

Enumero algunos defectos: la impulsividad, la inquietud constante, la falta de escrúpulos, el talento para el engaño, la vulgaridad o ausencia de refinamiento en sus ideas y sus gustos, también la ausencia de vida interior o de personalidad definida, lo que lo convierte en un histrión camaleónico.

El político puro es lo contrario de un ideólogo, pero no es sólo un hombre de acción; tampoco es exactamente lo contrario de un intelectual: posee el entusiasmo del intelectual por el conocimiento, pero lo ha invertido por entero en afinar el ingrediente esencial y la primera virtud de su oficio: la intuición histórica.

Algunos podrían llamarla también sentido de la realidad, un don transitorio que no se aprende en la universidad ni en los libros y que supone una cierta familiaridad con los hechos relevantes que permiten a ciertos políticos y en ciertos momentos, saber qué encaja con qué, qué puede hacerse en determinadas circunstancias y qué no, qué métodos van a ser útiles en qué situaciones y en qué medida, sin que eso quiera necesariamente decir que sean capases de explicar cómo lo saben ni incluso qué saben.

Obviamente que un político puro esta marcado por la ambición, pero no vale la pena ni mencionarla como cualidad especial pues para un político, como para un artista o un científico, la ambición no es una cualidad, una virtud o un defecto, sino una simple premisa.

De acuerdo a esta definición del político puro, que ya habrá encrispado a los radicales por su desfachatez ética al plantear que más vale un político que resuelve problemas, entiende los momentos, negocie y solucione conflictos, que aquel que se encierra en luchas intestinas, discursos emocionales y amenazas de perro echado que no puede operacionalizar, me gustaría plantear tres cosas relevantes: La primera es que no existe  forma de resolver el problema venezolano sin contar con, al menos, un político puro, capaz de enamorar a la población para que confíe en él, aunque su tarea luzca inalcanzable, y que luego sepa convertir esa fuerza en presión de cambio, en tensión para lograr una negociación exitosa, en la que tendrá que sacrificar a veces legalidad, a veces justicia y siempre derechos propios para lograr el objetivo final, que en definitiva será el éxito político por el que deberá ser evaluado.

La segunda es que es difícil que un político puro desarrolle su labor si su existencia articula a los políticos “impuros” que, al verle con envidia, juegan en contra del logro de los objetivos mayores de su lucha por el cambio y toman ventaja de la desesperación del pueblo por obtener resultados rápidos, donde es imposible obtenerlos así.

Finalmente, tengo que decir a quienes ya están listos para arrancar sus ataques sobre mi falta de escrúpulos en la definición del político necesario, que no me pertenece.  Es simplemente la suma textual de las definiciones de José Ortega y Gasset, uno de los más importantes filósofos españoles e Isaiah Berlin, considerado uno de los principales pensadores del siglo XX, referidos ambos por uno de mis escritores favoritos: Javier Cercas en Anatomía de un Instante. Atáquenlos a ellos.

luisvlein@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 




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