A principios de febrero las noches están frías. El niño duerme mientras una mano temblorosa mece la cuna. De pronto despierta ante el estruendo de las ráfagas que iluminan la escalera del cerro. Al rato regresa el silencio, tensa calma en la penumbra que solo es alterada por el llanto intermitente del infante. Sollozos de miedo y hambre en el oeste capitalino.

El Johnny salió temprano y no ha regresado. La doña se preocupa por que a esta hora no se debe estar en la calle, menos ahora que este barrio que se ha puesto feo desde que el FAES entró dos veces y se armó la plomazón con la banda de arriba.

Este delincuente ha ido ascendiendo dentro de esa estructura surrealista, aunque socialmente aceptada, que rige la vida de esa populosa comunidad. El dirige un grupo de esos que tienen doble propósito, hace de malandro y de juez de paz. En su día a día roba, extorsiona y vende drogas a plena luz, en las noches cobra cuentas y controla a grupos rivales que le disputan el control del barrio.

El siente que ha llegado lejos. Es un personaje importante y ahora todos lo respetan, aunque realmente mucho más que eso sea temor lo que verdaderamente sienten sus vecinos cuando le ven o cuando sencillamente se menciona su nombre.

El Johnny acapara la atención de todos y eso le trae recuerdos de otra época de logros, cuando en la cancha de la loma aprendió a jugar baloncesto de la mano de aquel entrenador que reparó los tableros para formar una escuela de iniciación deportiva. Recuerda el día en que le dieron el balón por primera vez y lo lanzó, ni siquiera llegó al aro. Luego en las tardes iba y veía a las clases y aprendió a jugar, los movidos tres pa’ tres era lo que más disfrutaba.

Al cabo de unos años se convirtió en el rey de la cancha. Comenzó a encestar cada vez con más frecuencia. Lanzaba desde todos los ángulos y adquirió fama de tirador. Su vida estaba en ese espacio deportivo y llegó a ser líder anotador de un torneo navideño que el profe organizó con el cura de la parroquia.

Todo marchaba bien hasta que un grupito de malandros de más arriba comenzó a merodear por allí y en las noches después de cada atardecer se fueron adueñando de la canchita y la convirtieron en su concha donde bebían, se drogaban y repartían el botín del día.

Nunca olvidará esa mañana cuando la vecina avisó a la abuela la tragedia. — Balearon al profe, le pegaron tres tiros —gritó.

El corrió para la cancha, pero no lo dejaron entrar. Allí, cubierto por una sábana amarillenta, estaba un cuerpo. El no entendía nada hasta que uno de los mayores le contó que el valiente entrenador se había enfrentado a la banda y les había dicho que es espacio estaba para practicar deporte y que por favor se fueran a otro lugar a beber y a poner su música estridente. Allí después de tres denotaciones caería por falta flagrante este personaje luminoso de su infancia.

Ese episodio cambió su vida. La escuela de baloncesto cerró y en la cancha aprendió a cultivar otras artes. De lanzador de triples se convirtió en gran tirador de larga distancia, pero de proyectiles de muerte que impusieron otras reglas de juego en el barrio.

Así aprovecho ese plan de paz que plantearon los rojos a los vecinos para armarlos por los planes de la derecha de derrocar a la revolución y recibió a los diecisiete su primera arma junto con otros jóvenes y otros no tanto. Con el tiempo se fueron afianzando esos lazos de complicidad y lealtad entretejidos con hilos de fuego y de sangre. Fue como si cada vez que apretaba el gatillo se ajustaban las bisagras de una puerta que al pasar no le dejaría regresar de ese territorio hostil de placer y vicios, de humo y plomo de la banda.

Entonces se convirtió en eso que ahora es. El dueño del cerro, el juez supremo y benefactor, con la banda que lleva su nombre y que ha crecido y armado aprovechando los tiempos de arenga contra la invasión extranjera y los enemigos de la patria.

Hoy la vieja abuela le espera desvelada asomándose a cada rato por la pequeña ventana que da hacia la escalera. La noche ha sido larga y ya no se escuchan disparos. Solo sirenas abajo.

Ella sabe que ha pasado algo. Su muchacho, del que alguna vez se sintió orgullosa. Ese que crió cuando su madre se fue ya no volverá. Hay un cambio de pran en el cerro. Ahora hay otro escogido, menos incómodo, para mantener la paz en la violenta vecindad.

Ella ve al niño y reza por su futuro. Respira, suspira y toma fuerzas. Esta vez será diferente. No permitirá que su muchachito se pierda como el padre. Es su juramento. Y así el tiempo transcurre en el barrio y la vida cuando puede continúa.

LUCIO HERRERA GUBAIRA.




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