Son hombre y mujer, trabajan juntos y se la llevan bien. Cada quien tiene su vida y su propia pareja. Se conocen desde la Facultad de Ciencias de la Salud y aunque alguna vez salieron juntos lo que los unió desde siempre fue la pasión por la medicina. Eran tiempos distintos aquellos, en los primeros años del régimen.

Ellos se quedaron en el país, uno se casó y la otra estuvo a punto de hacerlo pero se echó para atrás cuando el pretendiente comenzó a hablar de emigrar. Ella no quiso entonces y aún no quiere, aunque las circunstancias sean otras y los indicadores de condiciones de vida del venezolano hayan caído aún más en los años del sucesor de la desgracia.

Pedro tiene una esposa y un hijo de tres años. Viven al día con lo que ganan. El cómo médico y su mujer como maestra de educación inicial. Marta ha sido menos estable. Tiene un novio, por llamarlo así, con el que comparte el tiempo que las guardias le dejan y su carácter le permite. Ella no es fácil, es mandona y gruñona.

En el Hospital ha transcurrido la vida diaria de este par de galenos milenians desde hace un lustro. Cinco años trabajando duro entre emergencias, consultas gratuitas y turnos de dos y hasta tres días. Pero aunque se creían preparados para todo nunca se imaginaron desempeñando el rol de soldados en primera fila en una guerra impensable en la que tendrían que enfrentarse con un enemigo invisible pero formidable, un ser molecular que pudo fortalecerse y desarrollar sus capacidades mutantes dentro de los espacios confinados de un laboratorio oriental.

Es una bestia coronada que burló las defensas de la osadía humana que pretendió jugar a ser providencia divina experimentando más allá de lo que podía controlar. Es la creación sin ficción de un nuevo Frankenstein, pero esta vez microscópico, que en miles de millones se propagó por el mundo enfermando cuerpos y sociedades y llevando a la vida inteligente del planeta a un nuevo orden, dictado con o sin dolo, para imponer nuevamente pero de inusitada manera la suprema ley de la supervivencia de la especie.

Y allí más allá de una conflagración con armas convencionales usadas en guerras fratricidas anteriores se inicia un terrible conflicto mundial nunca antes vivido ni seguido con tanto detalle. Y es que las batallas están en otra parte, esta vez son hombres y mujeres vestidos de blanco, de verde agua o de azul celeste los que están en la primera línea. Entre ellos Pedro y Marta, en la trinchera de un centro de salud pública con sus mascarillas y guantes como única protección frente al ataque enemigo.

Es la expresión noble y superior de un compromiso existencial. El cumplimiento acérrimo y convencido de su juramento hipocrático. Acercarse a la vida y exaltarla aún más allá de la propia sin ver a un lado, al mismo borde del contagio en las horas recias de la lucha cuerpo a cuerpo con la pandemia.

Seres que viven y sienten el hierro candente de este tiempo rojo cuando sufren incomprensiones mientras salvan y preservan vidas, cuando reciben la amenaza insolente del poder o la agresión de personajes de oscuros uniformes y difusas intenciones que buscan silenciar toda manifestación de reclamo, de protesta o señalamiento que se hace porque no llegan insumos, medicinas o equipos de protección médica para quienes enfrentan el avance del mortal enemigo.

Y resultó que Pedro al perder la lucha por la vida de una joven llora y se siente humillado por la carencia de lo recursos que le hubiesen permitido llevar esa batalla más allá, incluso al terreno de la victoria. Aturdido se dirige a la puerta del hospital y encuentra a la mujer amiga de bata blanca firme con la frente en alto convencida de que deben resistir. Ella lo mira, sabe que está abatido e intenta reanimarlo, había puesto tanto en esa lucha cuerpo a cuerpo y la muchacha se le fue, allí mismo frente a sus ojos. Y es que hace solamente dos días parecía superar el contagio y su cuadro clínico anunciaba una próxima recuperación.

El grita en lo profundo de su interior, desde su dolor de médico rebelde frente a la muerte que se niega a bajar la cabeza ante las cifras de lo inexorable. Ella más débil físicamente pero con mayor fortaleza de espíritu impregna con sus palabras la sangre de su compañero de ganas de volver al frente.

No hay en estos momentos reposo ni tregua. Ellos avanzarán sobre los cuerpos de los justos caídos dejando caer detrás la pesada capa de la resignación. No parará nunca el esfuerzo de estos hombres y mujeres superiores que enfrentan las tragedias y las vencen con su inquebrantable voluntad.

Batas de tela rota en la batalla diaria pero con armadura interior de hierro forjado por los corazones valientes que no retroceden ante la amenaza global y dejan huella imborrable de virtud y dignidad en la historia que escribe la humanidad en estos tiempos de pandemia.

LUCIO HERRERA GUBAIRA.




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