Escuché tus gritos. Ardió tu reclamo. Me laceró la exacerbación de tu verbo.
De pronto quise golpearte en la boca. Estuve a punto de hacerlo.
Luego te encontré en las palabras de una vieja amiga. A todos cuestionas, todo lo condenas.

Sentí hervir la sangre en mis venas y quise devolver con dardos de muerte tu insolencia.
Luego hubo un golpe dentro de mí. Un repentino despertar del aterrorizante triller.
Me había convertido en una copia. Pero en una mala copia. Era un fake de malvado. Porque solo los que degustan el daño que causan a otros tienen el guión original de la maldad.

Yo sería uno más de los muchos que se dejaron seducir por el falso encanto de odiar.
Y entonces te ignoré. Te dejé solo gritando. Contagiando con tu peste biliar a los que te hacen coro. Ya no quería estar en esas audiencias. Me mudaría de teatro.

Me sentí bien al beber agua fresca, limpia, cristalina. Lavé el alma.
Después me di cuenta que no era el único. De ese pozo bebían muchos. Y otros se acercaban.

No sé si el agua era potable pero brotaba natural y clara.

Y me gritaste otra vez pero nuevamente te ignoré. Ya muchas veces caí en la provocación. Causé más dolor y nada cambió.

Ahora escucharía las voces que suman, que convocan, que no le temen al afecto, que no se esconden de la calma. Que llenan de sosiego la razón. Que amainan la tormenta interior que azota el propio mar de las contradicciones.

Al final escuché que me llamaste. Esta vez con voz cansada. Estabas cerca del acantilado y te oí rezar.

Intenté devolverme y lanzarte una cuerda. Ya no estabas. El ancla de tu espíritu se sumergió junto a ti.

Comenzaba un nuevo día y con la luz del sol se hacía todo más claro. Allí estaba la misma verdad de siempre, del comienzo de este tiempo, de los inicios de la lucha. Fue fácil entenderlo otra vez. La liberación de Venezuela es una causa de amor.




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