Por su mente cruzaban más pensamientos que gente sobre el puente. Allí se encontraba Luis con su mujer Gabriela pasando la frontera a pie en la oscuridad de la noche. Los pasos acelerados y el nerviosismo que vivían hacían que la respiración se dificultara a través de los tapabocas. Allí estaban, en el mismo puente Simón Bolívar, sobre el río Táchira.

Todo comenzó con la decisión de ir a esa boda, porque los padres de la novia, María y Francisco, eran amigos cercanos desde tiempos del colegio. Habían hecho un esfuerzo económico para llegar a Santa Marta, ciudad escogida por los contrayentes Gaby y Julián para la ceremonia y celebración. Hace tres días habían llegado a la hermosa capital del Departamento del Magdalena, perla caribeña de la costa colombiana.

Aprovecharon su estadía y pudieron visitar San Pedro Alejandrino, la casa de la hacienda donde murió el Libertador. Ya enfermo fue acogido con generosidad y cuidado con esmero por Alejandro Próspero Révérend, médico de cabecera en las postrimerías de su vida. En esa finca bien conservada se respiraba la presencia enorme del espíritu del gigante de América, dentro de la sencillez con la vivió sus últimos días. Sus pensamientos, los sueños rotos de la Colombia grande y las heridas que la traición dejó en su corazón y que adelantaron el momento de su muerte.

Y fue precisamente en la celebración de la boda, en medio del aguardiente antioqueño y el ron Caldas, entre la salsa caraqueña y la cumbia costeña, que Gabriela logró conectarse a un wifi público y conocer la noticia: —!Cerrados los vuelos para Venezuela! —gritó.

Y allí comenzaría el reto del retorno, con angustias y arrojos, de momentos calmos y acciones extremas, para llegar a casa. Después de todo tenían que regresar por que los hijos pequeños quedaron con las abuelas y esto del coronavirus se estaba volviendo una vaina seria de verdad.

—Vámonos por Arauca —dijo Rodrigo, que con Jacqueline también llegó para la celebración. —Mejor por Maicao —dice Germán, mientras Ninoska duda por todas las alcabalas que están a lo largo de toda la Guajira del lado venezolano. Después del debate y considerar todas las opciones surge Cúcuta como alternativa. —La frontera está cerrada —comentaría Gustavo, un tío de la novia. Tocaría pasar por trocha.

Llegaron a Cúcuta por avión, en vuelo lleno de venezolanos. Aterrizaron a las seis y media y tomaron taxi hasta la Villa del Rosario, porque la autopista internacional estaba cerrada. Bajaron al llegar a las barricadas de la Policía de Colombia.

Superando varios puntos de control se dirigieron a pie, como mochileros de camino, hasta el punto acordado con Franklin, uno de esos personajes que guían por las trochas y que son parte de ese mundo absurdo pero intenso que es la frontera. Allí lo buscaron, preguntaron por él y no pudieron encontrarlo. De pronto alguien dice: —Abrieron el puente para que pase la gente, los colombianos quieren que los venezolanos crucen —y allí es cuando el grupo toma la decisión.

Luis se encuentra pasando por lo que alguna vez fue la frontera viva con mayor movimiento en América del Sur. Ahora es un espejo oscuro del pasado, puente de suspiros de despedidas, camino de transito del éxodo de millones de compatriotas buscando mejor vida. Hoy, como viejo amante, el mismo puente abre sus brazos al reencuentro furtivo, olvidando el dolor de la dolorosa partida de quienes lloraron alguna vez sobre el asfalto oscuro un triste adiós.

Abajo, el rio Táchira corre, sin mucho caudal, como debilitado también por la realidad lúgubre de ese bloqueo impuesto por los hombres poderosos, que obstruye la arteria vital que por años irrigó de fecundo intercambio a ambos países.

Al pasar los guardias venezolanos les piden las cédulas y revisan lo poco que pudieron cargar. El resto del equipaje quedo atrás con la alegría del reencuentro con los amigos.

Ahora los corazones laten aceleradamente y un guardia les ordena que se descubran para verles los rostros, lo que hacen en caros segundos sin tiempo y sin aliento. Al fin cruzan sin inmigración ni sello a pasaporte. Llenos de emociones agridulces y ebrios de adrenalina entran a Venezuela.

Lo demás fue subirse a un carrusel de dudas, certezas, emociones y acciones extremas para llegar a casa. Desde ese mundo surrealista de San Antonio hasta sus hogares en el centro del país, pasaron horas enteras buscando transporte, cuyas dificultades pudieron mitigar gracias a Cesar, buen amigo tachirense, y a Argenis, apreciado colega barines, quienes orientaron a Luis en momentos de angustia. Así se fueron mendigando gasolina, con los corazones en las bocas, atravesando un país contagiado por la virosis colorada mucho antes de la llegada del virus coronado.

Las horas pasaron para salir de Táchira justo antes del cierre de los límites con Barinas, y así Portuguesa, siguiendo hacia Lara porque Cojedes estaba cerrado, luego Yaracuy y finalmente Carabobo, donde termina esta historia con el abrazo de padres e hijos, que ahora inician nuevas pruebas, nunca vividas por sus generaciones, que enfrentarán con firmeza y el compromiso de superar la adversidad para hacerse fuertes en los retos que presenten los tiempos por venir en la Venezuela de 2020.




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