Hace menos de una semana nos consternamos con la matanza de 21 personas, entre ellas 19 niños estudiantes en una escuela de Texas. La masacre ocurrió en un país que se erige como cuna de las libertades individuales y colectivas, entre ellas el uso de armas sin mayores restricciones a partir de los 18 años. En los Estados Unidos cualquier persona puede comprar armas de fuego de todo tipo, se producen matanzas desenfrenadas en espacios educativos, pero legislativamente no se ha hecho lo suficiente por diseñar leyes que limiten su adquisición por parte de civiles.

El debate no es nuevo y se discute en los medios cuando se registran tragedias como la de Uvalde. En los tiroteos más recientes la historia se repitió: condenas desde todos los sectores, pero las regulaciones no cambian, en una nación cuyo arsenal en manos de civiles supera los 390 millones, lo que la convierte en un escenario en donde por desgracia ocurren cada cierto tiempo tiroteos que arrebatan la vida a decenas de niños y maestros. La última balacera se registró en una secundaria en Parkland, Florida, el 14 de febrero de 2018, en la que murieron 17 personas.

Otro elemento común en estos tristes episodios es el perfil de los homicidas. Tanto en Uvalde como en Parkland, los autores son muy jóvenes, solitarios, víctimas de bullying, con episodios de agresividad. Son de esos muchachos considerados anomalías por la sociedad, objetos de burla, acoso, señalamientos. Los asesinos fueron invisibles, necesitaban ayuda urgente, pero nadie se percató de eso. Quizá no recibieron la atención psicológica y psiquiátrica que ameritaban, acumulándose así un odio desenfrenado hacia el sistema cuyo resultado es la muerte.

Así como en la película del Joker, vemos que la propia sociedad, con sus desaciertos, va formando a estos personajes. En la ficción, el joven payaso proviene de una familia pobre, con dificultades para cubrir las necesidades básicas. Además, el protagonista es un enfermo mental cuya estabilidad depende de las consultas y tratamiento médico, que le es arrebatado por recortes presupuestarios. En la vida real, tanto Nikolas Cruz, el asesino de Parkland y Salvador Ramos, padecían problemas que nadie observó. El primero, huérfano y aficionado de las armas; el segundo, víctima de acoso escolar por usar siempre la misma ropa. Ni sus familiares ni maestros percibieron que algo ocurría, nadie atendió su salud mental, que, en un sistema basado en excesos y frivolidad, se fue deteriorando aceleradamente.

Mientras continúan las discusiones sobre qué hacer con las armas en Estados Unidos, millones de maestros y niños acuden con miedo a las escuelas. Otros Jokers siguen diseñando planes macabros, soñando con causar dolor mientras ninguna persona a su alrededor percibe que algo malo sucede alrededor de estos potenciales homicidas. Por otra parte, la poderosa Asociación Nacional del Rifle de los Estados Unidos, prosigue trabajando e influyendo en algunas decisiones que se toman desde el Congreso, apoyados por discursos como el de Donald Trump, quien defiende abiertamente el derecho, que, desde su perspectiva, tienen los estadounidenses de usar armas para defenderse de la maldad.

Esperemos que en algún momento se imponga la sensatez, para evitar episodios como los de Uvalde, Parkland, Sandy Hook, Virginia Tech y Columbine, que tantas vidas nos arrebataron. De lo contrario seguirá vigente la consigna de Cicerón: “en medio de las armas las leyes enmudecen”.




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