Julia es una muchacha bonita. Desde pequeña llamó la atención de todos en su vecindad, era morena con ojos aceitunas, una belleza natural de esas que surgen de la riqueza del mestizaje.

Su mamá es criollita y a su papá, bastante mayor, le decían musiú, como llamaban a tantos europeos que llegaron y se establecieron en el país en los tiempos en que Venezuela era el paraíso tropical a donde todos querían venir. Ellos se conocieron en el abasto y Crisanto quedó enamorado de Carmen, la trigueña de la casa de más arriba, la del porchecito azul que se veía desde la ventana del negocio, allá en Barrio Central, cerca de los Pozones.

Cristanto se murió de viejo cuando Julia tenía 11 años y todo cambió. Sin embargo los churupos ahorrados y el abasto le sirvieron a Carmen para levantar a su muchacha, graduarla de bachiller y mandarla a la universidad.
Y allí es que esta corta historia toma sentido.

Julia se metió desde temprano a conspiradora. No es que le llamara mucho la atención el activismo pero le gustó Javier, el dirigente estudiantil, con el que apenas dos meses después se empataría para iniciarse formalmente en el oficio de enfrentar al régimen. Ella, aunque nació en los noventa, no conocía otra cosa mas allá de la llamada revolución, aun cuando por su mamá, que estuvo metida en eso, recordaba vagamente al Chiripero, un movimiento popular que estuvo de moda en esos tiempos, por estas calles.

Javier y Julia se destacaban en la resistencia. Fueron los estudiantes que sucedieron a la llamada generación de las manos blancas y que algunos llamaron radicales, pues lo de ellos era pintarse la cara y salir adelante en las marchas con sus espadas de ganas y escudos de coraje a guerrear en la calle. A veces, en sus fantasias de jóvenes guerreros, se creyeron Simón y Manuela escribiendo epopeyas de liberación urbana.

En ese frente de barricadas, gases y perdigones creció el amor. Tanto así que una noche de luna la chispa del milagro de la vida encendió una carpa en el Campamento Libertad. Una bella bebé, a la que llamaron igual que aquel improvisado cuartel de sueños, nacería ocho meses despues, treinta dias antes de los hechos.

A Javier lo agarraron un mediodía. Se lo llevaron al comando después de una marcha en la autopista que terminó en tranca. Julia hizo guardia frente al portón durante varios días. Su mamá le cuidaba a Libertad, aunque a veces se la llevaba en la cesta de la canastilla que le dió Misia Betty, una de las buenas señoras del costurero que siempre estaban pendientes de ella y de las demás madres jóvenes del barrio.

Allí, amamantando a veces, llorando otras y rezando siempre, vio caer las tardes con las hojas del jabillo en el que se resguardaba del sol y la lluvia. Por fín, una mañana, hicieron la audiencia y la jueza militar dictó a Javier medida sustitutiva. Podría irse pero sometido a juicio con régimen de presentación.

Julia decidió ese día irse a Colombia porque Javier se habia marchado tres meses antes con todo y que tenía prohibición de salida del país. Se fue en autobús hasta San Antonio y pasó caminando el puente Simón Bolivar. Llevaba un morral y a Libertad en los brazos. Ella seguiría los caminos de la diáspora.

Una noche, a su paso por Cúcuta, se encontró sola con la bebé y un señor que parecía buena gente le ofreció albergue. Ella no sabría después lo que pasó, solo que no le gustó lo que escuchó, por lo que agarrando niña y morral se marchó caminando en plena madrugada.

Y fueron pasando los días. Ella caminaba y subía a busetas y camiones en su ruta a Medellín. Hasta una cicla, como allá le dicen, le ofrecieron, pero con Libertad cargada no pudo ni encaramarse. En las noches rezaba y en el día avanzaba para ver a Javier, con sus ganas de hembra y su fuerza de madre. Lo que vió y vivió en ese camino lo escribió y guardó en unas páginas ocultas de su memoria. En los pliegos que cubren las almas de los que sufren y en las forjas donde se templa el metal de la rebeldía .

Julia decidió regresarse. No le importó que pareciera un fracaso su corta historia de migrante. Después de ver y hablar con Javier cayó en cuenta de que ese no era su lugar. Su Simón le dijo que no volvería el permanecería en Antioquia. Ella quiso quedarse pero vio en su mirada las ganas muertas y la ilusión marchita. Por eso con Libertad y su morral a cuestas emprendió la vuelta.

Hoy Julia está en Venezuela dedicada a su oficio de dirigente. Ya no conspira, ella lideriza abiertamente una causa que renace e inspira a otros. Su mensaje de esperanza y reunificación llega a propios y extraños. El régimen la mira, y mientras, ella habla y escribe, sueña y realiza. Dibuja con nuevas palabras una Venezuela posible, la del reencuentro de las voluntades y la confluencia de los esfuerzos y las ideas.

Muchos escuchan a Julia, aquí y afuera, los que apoyó y también los que adversó . Ella es, junto a otros, motivadora del renacer de Venezuela. La joven amante y madre que se fue y volvió levanta ahora su antorcha, como olímpica llama, para iluminar la transformación de un país que quiere dejar la oscuridad.

Pero eso es parte de otra historia. Una que está aún por escribirse.

 




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