La «normalización» de la que se habla en Venezuela es un espejismo o más bien una estafa. Al menos con respecto a los cambios radicales que hacen falta para que la nación entre en un camino hacia la democracia política, la justicia social y la economía productiva real.

En verdad, la «normalización» es que la hegemonía siga imperando con una dolarización a las patadas, con algunas burbujas de opulencia comercial, y con la misma retórica de siempre: pronto, pronto, las cosas cambiarán para mejor.

En lo político, la «normalización» significa la aceptación del poder establecido, despótico por naturaleza, y habilidoso para repartir algo del botín y montar votaciones fraudulentas, aliñadas con «diálogos» inútiles; todo lo cual maquilla al régimen y ofrece guarimba a los sectores opositores que no quieren luchar por la democracia, pero que encubren su comodidad o su cobardía.

En lo económico, la dolarización a las patadas, beneficia a la élite y empobrece, aún más, a la base social. Digamos las cosas por su nombre: quien tiene dólares, bien o mal habidos, aguanta y hasta prospera con los enchufes correspondientes.
Quien no tiene dólares, o se come un cable o se lanza a la delincuencia. ¿O no?

En lo social, Venezuela padece una catástrofe humanitaria, imposible de superar con la llamada «normalización». Entre la intimidación o represión del poder, y el conformismo de muchos de los que están llamados a enfrentarlo, lo que se cultiva es un
inmovilismo político, desconectado del rechazo y la protesta social.

Si alguien duda, los millones de venezolanos que se van del país, debería ser una prueba suficiente.

La llamada «normalización» es el continuismo del presente: despotismo y depredación. Esa no es la Venezuela que el pueblo necesita para salir adelante.




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