Otilio tiene mucho de Mujiquita de estos tiempos. Siempre apresurado y adulante como el personaje de Gallegos, está presto para jalarle el mecate al enchufado de turno, siempre que a él le toque al menos la burusa del reparto.

En la cuarta le gustaba el cogollo, ahora le encanta la macolla, que es como llaman estar en el ñemeo en estos tiempos rojos. El tipo, al final de día, no luce recuperable, ni en el escenario escarlata ni en el tricolor que está por venir.

Su hija Rosa es distinta. Es una estudiante aplicada que debe cargar con el bacalao maloliente de la fama de su papá, pero cuando cruza el arco y llega al campus se siente liberada de ese yugo paternal. Porque aunque no puede renunciar a esa herencia, aceptarla con beneficio de inventario la obligaría a registrar en larga lista los aliños con los que ha sazonado los guisos, en sus extensas andanzas, el viejo.

Ella es una valiente escritora, aunque más de una vez le ha tocado bajarle dos a sus letras cuando el esbirraje intensifica la represión. Otilio le pide que deje la vaina y no se meta con el proceso, pero ella lo desafía y continúa elaborando sus escritos, muchos de ellos relatos que narran historias, otros en sencilla y pura poesía, que a veces en prosa o quizás en verso, emana siempre limpia de su propia fuente, como agua cristalina de pozo de nacientes del río mismo de su inspiración, en la profunda grieta que un poema hace en cualquier lugar de un alma dura, aunque parezca roca milenaria y fría.

Ramona, la madre, trata de que las cosas cambien. Procura sin éxito conciliar a la chica con el padre, pero no basta su buena intención. Otilio ya está viejo y terco, como vieja y terca se volvió la revolución que defiende y que se niega a cambiar para dar paso franco a tiempos y actores distintos que transformen la realidad que se hizo tragedia para muchos y fortuna para los pocos que han bebido de las ubres negras de la vaca gorda y rumiante del poder absoluto.

Rosa cree que su padre ya no va a cambiar, pero ella seguirá escribiendo para abrir nuevas puertas de esperanza para quienes quieran ser parte del labrado fértil de los nuevos campos de este país que ama y no quiere abandonar.

Resultó entonces que aquella tarde en la que se convocó la protesta sucedería lo inesperado. Rosa se dedicó temprano a redactar las consignas de la convocatoria y las arengas del encuentro. Luego se encontraría con sus amigos en la avenida.

No había pasado una hora después de que se apostaran en el sitio acordado cuando se acercó la primera patrulla, al rato se unirían otros uniformados motorizados para repetir una escena tantas veces vivida en el pasado reciente. Gases y perdigones explotaron con las detonaciones. Sudor, sangre, lágrimas, carreras y caídas. No pasó mucho tiempo para que se disolviera todo y el silencio volviera, como vuelven las sobras al caer el día.

El teléfono suena y atiende Ramona. Una exclamación casi en grito sacude al viejo Otilio en el sillón reclinable. Se han llevado a la niña, la detuvo esa nueva policía, cuyo nombre no recuerda la comadre, pero que tiene varias letras y que se ha puesto de moda porque es la que ahora reprime las protestas.

Esa tarde Otilio llamó al jefe y le contó lo sucedido. Recibió la reprimenda del enchufado que le había advertido hace tiempo que la muchacha andaba en malos pasos. Ahora él no podía hacer nada, le diría lavándose las manos de las angustias pegajosas del viejo.

Ahora el burócrata de tantos lustros se sentía solo. Le atravesaban las dudas como lanzas de acero, en su propio torso, esta vez lanzadas desde la misma infamia que tantas veces defendió.

A llegar al comando se detuvo al frente y respiró profundamente. Avanzó al bajarse y entró por el umbral de la puerta principal. Un uniformado le detuvo encarándolo.
El viejo sin bajar la frente le miró a los ojos. -Vengo por mi hija, me dijeron que la trajeron para acá.

–¿Ajá ciudadano y que estaba haciendo la joven?
Entonces se escuchó fuerte y clara la respuesta de aquel viejo. Como trueno que viene de adentro, de la misma conciencia que tantas veces vendió al poder.

-Mi hija se llama Rosa y lucha por la Libertad de Venezuela.

Esta crónica no revela lo que pasó inmediatamente después, tal vez en el mismo comando hubo reflexión, o quizás algún jefe llamó en el ínterin. Sin embargo esa noche, después de una larga tarde, Otilio y Rosa, padre e hija, se abrazaron en el fuego de un hogar bendecido de amor e impregnado de ganas de lucha y perdón.

 




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