El homicidio de la doctora Nardy Mora estremeció a nuestra ciudad. Seguimos con atención este caso como si de un familiar se tratase. No queríamos a otra mujer muerta, por lo que siempre mantuvimos la esperanza de que apareciera con vida. Nuestros deseos se desvanecieron al conocer la trágica noticia. Se le arrebató la existencia a una profesional solidaria, comprometida con sus pacientes, con su familia, un crimen que evidencia que vivimos en una sociedad enferma y corresponsable de cientos de asesinatos ocurridos en el país.

Primeramente, lo sanguinario del hecho nos hace pensar en la realidad del supuesto agresor. Un hombre que expresó violencia desmedida, demostrando odio hacia la figura de la mujer. Nos aventuramos a proyectar un hogar disfuncional y castrador, cuyas redes cercanas -incluyendo las educativas- nunca olfatearon debilidades en lo que a la salud mental respecta. Sobre este sentido, los psicólogos tendrán bastante trabajo al precisar el perfil del sospechoso. Otro aspecto interesante que habla de la insensibilidad de este hombre es que el crimen excedió los límites domésticos y se registró en un plantel educativo, donde Nardy Mora pasaba consultas a la comunidad y el acusado prestaba servicios como cuidador. Desconocemos que pasó por la mente del violador asesino y cómo fue su vida familiar, pero seguramente las taras venían rodando desde hace tiempo.

Llama la atención que el acusado cumpliera labores en un centro educativo aún cuando existen registros penales por posesión ilícita de sustancias estupefacientes y psicotrópicas (2003). También por robo agravado y violencia sexual contra menor de edad (2013). Es decir, este sujeto estaba en el lugar menos indicado para trabajar, por lo que deben hacerse públicas las razones que llevaron a su contratación: ¿apología a la reinserción social? ¿favor político? Independientemente de la justificación laboral, su presencia en lugar facilitó el atroz asesinato que hoy enluta a una familia carabobeña. El mal cometido por este sujeto pudo ser peor, pues su cotidianidad estaba marcada por la presencia de jovencitas adolescentes.

La corresponsabilidad va mucho más allá. Vale la pena preguntarse ¿qué tipo de garantías otorga nuestro sistema, al dejar en libertad a sujetos vinculados a delitos de violencia contra la mujer? ¿Pagó el sospechoso la pena por agresión sexual? ¿Qué tratamientos ofrece el sistema penitenciario venezolano para reos con estas características? ¿Bajo que condiciones los psicólogos firman los peritajes psicológicos para que un preso quede en libertad? Estas preguntas vienen a mi mente, mientras trato, como un miembro más de esta sociedad desajustada, de comprender lo que ocurrió con esta puesta en escena de una masculinidad que somete, hiere y mata.

El caso nos movió y debe llamarnos a la reflexión. Las alertas se encendieron y así deben permanecer, encendidas para frenar y/o denunciar cualquier anomalía. Una sociedad dormida, atolondrada, se convierte en presa fácil, pero también en cómplice, ya que expone a las mujeres y las convierte en las víctimas más vulnerables. Estas alertas que hoy nos interpelan deben custodiar nuestras escuelas, nuestros hogares, nuestras iglesias, para evitar casos lamentables como el de la médico Nardy Mora, a cuya familia extendemos el más solidario de los abrazos.




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